Consolidado como el director insigne de películas que acaparaban los pases nocturnos para adultos en salas de mala muerte y autocines, John Waters continúa insistiendo en su monopolio artístico de zafiedad e inmundicia que carga contra las clases sociales americanas, desde las más aburguesadas a las más marginales, empleando un grueso humor negro que haría enrojecer al ciudadano más acomodado y de moral sensible e ilustrada.
Haciendo de Maryland su arca de Noé y de Divine su templo de devoción mórbida, Female Trouble se siente como la hermana melliza de Pink Flamingos, con la que alcanzaría su pieza más insuperable de sagrada escatología. Manteniendo su afilado tono satírico y conjugándolo admirablemente con el ‹slapstick› y una fuerte estética nostálgica de comedia sofisticada setentera, Waters articula su relato tomando al celuloide como un interminable catálogo de representación de depravaciones y perversiones sexuales de alto y variado rango.
El carácter autocomplaciente de sus propuestas y su pretendido enfoque rebelde e instigador de conciencias puritanas y adormecidas se antoja continuista de una corriente antropológica que venía gestándose años atrás por un amplio colectivo socio-temático. Woodstock, Janis Joplin, Yoko Ono, los fundamentos “hippiescos”, actuaron indirectamente como pequeñas píldoras entusiastas y antesala motivacional de una corriente fílmica que aplicaría, con imágenes fotoquímicas en movimiento, una liberación y radicalización del espíritu libertario y alternativo, sin cadenas ni prejuicios. Un carrusel de desenfreno expresionista e impulsivo que Waters tomaría de raíz para descontextualizar el movimiento, radicalizar su planteamiento y caricaturizar sus creaciones basadas en objetos de deseos perversos y oscuros.
Bien es cierto que el gran atributo distintivo que caracteriza la obra de Waters se fundamenta en su intento desesperado por otorgar coherencia y verosimilitud a su universo de descontrol bizarro y caos alegórico. En este sentido, su escenografía se revela como uno de los regodeos críticos donde más se podría hacer hincapié, pues Female Trouble presenta todo un recorrido pendular de abominación física, deformidad, extravagancia, inmundicia y tragedia, referencias escatológicas que determinan en gran medida el tono general de la película.
Sin embargo, la ficcionalidad de la categoría onírica de este peculiar autor ayuda a que dichas formas aversivas no resulten demasiado gratuitas ni del todo desagradables. No debemos olvidar que la categoría de ‹enfant terrible› autopromocionada por Waters provoca que sus personajes sean transformados, mutados al estilo y semejanza de una concepción abstracta febril y sadomasoquista. Tanto su retrato como sus descabelladas ocurrencias se alejan de una representación formalmente realista, de modo que las exageraciones y distorsiones que caracterizan la estética de lo grotesco funcionan como un método para hacer, de la ficción de una adolescente con sobrepeso confusa y asustada, una versión libre de la realidad a modo de ‹tour de force› surrealista y exagerada.
Cuestión más discutible resulta que Waters abarrote la pantalla de causticidad y miseria moral ridiculizada por una pretensión que no vaya más allá de su particular pedrada mental de egocentrismo y superación personal de sordidez. Quizás los amantes acérrimos a su figura y a este cine de arcada y tentetieso descuiden valorar una narrativa inverosímil por distópica, un montaje arrítmico injustificado, una torpe planificación y, en definitiva, una propuesta que se mueve, generalmente, gracias a una lucha de fuerzas unilateral para alcanzar un puesto más elevado en la escala de delirios y grotescos modo de vida.
Aunque, quizás, el simple hecho de asistir y visionar con atención una proyección de esta película ya suponga aceptar las reglas del juego de Waters, pasar por alto la ingenuidad de sus limitaciones y disfrutar del espectáculo, nunca mejor dicho, más hilarante y febril. Dreamland es, sin lugar a dudas, un lugar cuya visita no deja indiferente ni al más impasible.