La familia como sujeto. La música como elemento conciliador. El belga Felix Van Groeningen tiene muy claros los medios en los que expresarse para llegar al público. Cuando le conocí con The Misfortunates tuve claro que el director se encontraba entre los genios que definen a «esos locos belgas que hacen cine», eliminando todo tipo de complejo en sus personajes, haciendo que nos sintiéramos unidos a ellos pese a pertenecer a esa fórmula de perdedores imposibles que no son capaces de dominar sus vidas.
Porque de belgas que consiguen abstraernos de los cánones del drama, hasta adherirnos a la piel de sus propuestas, se puede escribir largo y tendido: Fabrice Du Welz, Koen Mortier, Vincent Lannoo o Jaco Van Dormael son una especie de Caballeros de la mesa redonda —unos pocos de los muchos que podrían citarse— con estilos completamente opuestos entre ellos, pero que dejan a su paso un cine lejos de lo generacional, muy fiel a lo personal y oscuro, siempre sorprendente, que no puedes dejar pasar.
Felix Van Groeningen es uno de los pocos miembros del club que se ha dejado seducir por el cine ‹made in USA› en su último trabajo, una Beautiful Boy que, siguiendo unos cánones más convencionales que en sus anteriores trabajos (parte de una novela autobiográfica con la que fidelizar argumentalmente), sabe adaptarse al estilo del director. ¿Y qué neurotiza de un modo indeleble al belga? La familia. La música.
Que llegue a Estados Unidos es consecuencia directa de su nominación a los Oscar con Alabama Monroe, película que ha conseguido como pocas romperme pese a ser consciente de la excesiva manipulación emocional de la que viene cargada. Tal vez esa mirada de nostalgia a una América del Norte que no aparece en imagen, la fricción familiar por momentos desoladora o el perfectamente hilado ‹bluegrass› fueran motivos suficientes para que el director convenciera al público a partir de dos personajes, agua y aceite, que se desnudan frente a frente.
Entre estas dos películas aparece una singularidad que empasta con ellas y al tiempo rompe el ritmo dramático de las mismas sin deshacerse por completo de él. Belgica es un placer sensorial, una historia cargada de vitalidad, cabronazos y perdedores que te deja extasiado como lo haría pasar la noche entera metida en el ficticio café Belgica, el del ciervo sodomizando al rinoceronte con luces de neón en la puerta.
Recuperando la exaltada relación fraternal de The Misfortunates, en Belgica conocemos a dos singulares hermanos: el joven y desgarbado dueño del bar con un solo ojo, el padre de familia sin un lugar propio, y les compromete bajo un mismo negocio para, a partir de la noche, hablarnos del día a día.
La fuerza del film radica en la extrema complicidad (siempre dispuesta a romperse) de Stef Aerts y Tom Vermeir, que construyen dos hombres totalmente moldeables frente a todas las oleadas de emociones que llegan a vivir en un mismo lugar. Van Groeningen sabe controlar a la perfección los ritmos de una fiesta, consigue prolongarla en su mezcla de imágenes y no soltar ese vigor cuando las luces del local se encienden y comienza la otra vida. Enfoca día y noche como mundos distintos, el primero propone la reflexión de un inestable futuro mientras el segundo se traduce en euforia y excesos.
Pero Belgica es algo más que Felix Van Groeningen en esencia, gran parte de su pureza llega a través de la música que propone Soulwax para el film. Más de una decena de grupos ficticios, creados para la ocasión, revuelven los cuerpos que se concentran dentro del bar. No era la primera vez que trabajaban juntos, ya en 2004 fueron los encargados de musicalizar Steve + Sky. Pero es que está claro que el director sabe poner en primera fila la música en sus trabajos, y aquí en particular mantiene la acción en su compilación visual y sonora mezclando distintas escenas paralelas para convertir en otro protagonista de presencia latente el local, a un mismo nivel que los dos hermanos, aprovechando distintos estilos musicales para cada estadio emocional al que deben enfrentarse. Y qué mejor lugar que el ocio nocturno (más drogas, alcohol y sexo) para experimentar con la luz y el color.
Aunque todo podría quedar en una interminable fiesta, se nos hace partícipes de la creación del éxito de la nada, de sus momentos álgidos y del necesario bajón que deja a uno tirado por los suelos, y todo ello es lo que da nombre a Belgica, por lo que sus impulsores se van adaptando casi a rastras a su compás. Aunque les vaya la vida en ello. Porque no olvidemos el fondo del cine de Van Groeningen, todos tenemos un perdedor en nuestro interior, y sus protagonistas no van a ser menos. Mientras uno pasa a la más absoluta miseria personal cuando ya lo tenía todo objetivado, el otro va buscando la estabilidad en lugares donde no se prodiga, así que el espíritu con el que se mantiene Belgica se ve apoderado por las marcadas personalidades que la habitan, que quieren hacerse valer con violencia frente a la excesiva confianza.
Belgica es una de las películas más brillantes de Felix Van Groeningen, tal vez al dejarse llevar por perfeccionar su ideal de conciertar una película sin renunciar a la creación de unos lazos que le comprometan a un drama real. Extasiar es su objetivo, intimar su capricho y claramente consigue llegar a todas sus marcas.