¿Qué significa la etiqueta “cine africano”? Para un continente con más de cincuenta países, cientos de idiomas, muchísimas identidades diferentes, seguramente nada. Hay mucho cine africano desde hace décadas, incluso una pequeña industria (la nigeriana) a la que se le presta poca atención desde el circuito de festivales occidental. ¿Cuáles son las opciones de supervivencia del cine hecho en África en un mundo globalizado? Seguramente tres: contar con capital extranjero, sacrificando su independencia; montar y mantener su propia industria, estilo Bollywood, o hacerse menor.
Pese a ganar el Gran Premio del Jurado en la pasada edición de la Berlinale, Félicité es una película menor, y es excelente. El adjetivo menor, usado muchas veces de manera peyorativa, también puede designar aquellas películas que susurran, que rechazan gritar. Films menores en presupuesto, que tratan temas menores, rodadas en idiomas menores o con tramas menores. Films que encuentran su fuerza en la libertad que les confiere no tener la presión de llenar una sala, películas cuya belleza reside en saberse honestas, concretas, necesarias.
Félicité es uno de esos casos. Alain Gomis, su director (un francés de origen senegalés con apenas dos películas a sus espaldas) ha sabido capturar esencias de diferentes orígenes creando una obra efectiva y sincera. Realizada en Kinshasa, Congo, con actores amateurs y una puesta en escena a caballo entre el realismo de los hermanos Dardenne y la reflexión onírica de Apichatpong Weerasethakul, Félicité es una obra que se aleja de convencionalismos y los tradicionales clichés sobre África que tanto “cine social” sigue perpetuando. La trama, mínima, nos cuenta la historia de una madre soltera, cantante en un bar, y sus luchas por conseguir dinero para la operación de su hijo, herido en un accidente de moto. El triángulo pseudo-familiar lo completa Tabu, un tipo tan desastroso como tierno, alcohólico y furibundo pero también la única persona que parece preocuparse por el bienestar de Félicité y su hijo.
Hay un lenguaje muy universal en la cámara de Gomis: una querencia por el retrato de la gente común, de la vida en sí misma, reducida al futuro más inmediato. Los primeros planos de Félicité transmiten su resistencia infinita, su coraje y dignidad ante el hecho de tener que pedir favores, préstamos o incluso limosna. El film sabe canalizar varias ideas muy complejas (la familia, el alcoholismo, la desigualdad, el egoísmo humano) a través de una poética cotidiana basada en gestos, palabras y canciones, de manera sencilla, como si nada fuera más importante que seguir vivo un día más. Es esa sencillez el único reproche que se le puede hacer a Félicité, aunque sea ahí, en la minoría, donde encuentre también su esplendor.
Aciertos de puesta en escena como los interludios de música clásica, o los oníricos paseos nocturnos de la protagonista por el bosque componen imágenes frescas, que rompen esquemas, y que ayudan a refrescar nuestra visión de una sociedad que, como la nevera de Félicité, ya tiene otro problema cuando a duras penas ha solucionado uno.