Massimo crece feliz a sus ocho años junto a su madre, el amor de su vida. Hasta la navidad del año 1969, época en la que ella muere. El niño sigue con ganas de vivir pero sin poder llenar ese hueco en su corazón.
El cartel informativo que aparece en pantalla avisando que la historia está basada en hechos reales es quizás el momento más temible al inicio del film, un temor infundado porque lo que se proyecta después es vida y cine, sin más trampas. La nueva obra de Marco Bellocchio, un cineasta más prolífico que sus compañeros generacionales Bernardo Bertolucci y Gianni Amelio. Situado entre ellos, tal vez no tenga el aura del primero ni el prestigio del segundo, a pesar del respaldo crítico y premios obtenidos en medio siglo largo de carrera cinematográfica, pero para eso se presentan ocasiones como la de esta reseña. Para reivindicar a un maestro que no necesita campañas promocionales gigantescas, ni falsas coartadas de virguería técnica rompedora.
Escoge una novela de éxito viral en Italia, escrita por Massimo Gramenilli, el propio protagonista de la cinta. Para juzgar el texto, que está publicado con el título Me deseó felices sueños en España, solo hay que acudir a bibliotecas o librerías en los que conseguirlo. El cineasta adapta el libro junto a Edoardo Albinati y Valia Santelo para llevarlo a su terreno como autor, con una voluntad incorruptible en el equilibrio del drama emocionante que no recurre al efectismo ni a los golpes musicales con melodías lacrimógenas. Encuadra la acción en los años setenta, en los noventa y llega casi hasta nuestros días, sin la necesidad de saltar bruscamente de una época a la siguiente, recurriendo pocas veces a la muleta de indicar el año mediante sobreimpresión. Este recurso lo usa para acotar brevemente la década y lugares, pero después circula desde el presente hasta el pasado, regresando más tarde al futuro con la lógica interna de la somnolencia, del estado vegetativo, placentero e hipnótico de los sueños. Una razón que une fondo y forma desde el encabezado italiano con esa frase hecha: que tengas felices sueños. Uno de los factores que mejor ayuda al estado de letargo de Massimo es la elección de su punto de vista durante todo el metraje. Los espectadores nos sumergimos a través de su mirada, de la información, sensaciones, impresión e incluso de su apatía. Nunca superamos su nivel de información, con lo cual la situación de ignorancia o de revelación nos viene al mismo tiempo que él las tiene. Es una decisión narrativa llevada a sus últimas consecuencias, aunque en determinados instantes podamos adelantarnos a un suspense que no es tal como impacto o sorpresa, sino como método de acompañar al protagonista en su búsqueda de la verdad. O en el dolor de la pérdida y la incomprensión justa que le causa.
Con una realización sobria en su ejecución, acusada de llevar un tono de telefilme. Que es cierto, puesto que las escalas del plano medio y primeros planos y contraplanos abundan en su desarrollo. Aunque de igual manera es el tono acertado, ya que el autor sabe perfectamente cuál es el hábitat definitivo de su obra, sean televisores, ordenadores portátiles o pantallas reducidas. Sin embargo, esta certeza insalvable está superada por el uso primoroso de la fotografía con una gama ocre, pálida o más viva, luminosa o en penumbra, según el estado psicológico de los personajes. Un trabajo visual que destaca las virtudes de la ambientación, de un reparto competente, creíble pero contenido en gestos y emociones. Con una lista de temas musicales que resuelve con destreza el eco emocional de las secuencias. Aquí hay que incidir en el buen oído que manifiesta Bellocchio en la banda sonora de toda su filmografía.
Quizás haya quedado fuera la incidencia de la Historia con mayúscula dentro del film, frente a muestras anteriores del autor. Una importancia que resuelve con un trabajo que vuelve a ser profundo en la construcción de los personajes, en sus miradas, sus caricias, afectos, rechazos y una ternura que se impone a pesar de su huida constante. Virtudes que engrandecen secuencias tan logradas como las de Massimo con su madre, capaces de situarnos en el instante exacto de la infancia durante el cual nuestras propias madres y padres eran el corazón y la autoridad sobre los que se construía la existencia. O los episodios como el de la cobertura informativa en la guerra de los Balcanes y esa recreación escalofriante que impone un fotógrafo, moviendo en la silla al hijo, superado por las circunstancias, ajeno a su madre muerta mientras juega con un videojuego portátil, otro reflejo del pasado de Massimo. El encuentro en el sofá con la trabajadora doméstica que, haciendo uso tanto de su humanidad como de su distancia emocional, convence a Massimo de que no puede ser una nueva madre. O esa larga conversación del periodista con un empresario, que no parece trascendental para el curso de la narración, pero que consigue motivar un cambio personal en el joven. Sumados a esos insertos oportunos de programas de la Rai, coproductora del filme, que cronifican las fechas y situación vital de los caracteres. Y por supuesto esos planos inquietantes de Belfegor, el fantasma del Louvre, un enmascarado similar a Fantomás que, a pesar de ser un recurso repetido, funciona perfectamente como prolongación del pensamiento en la mente del protagonista.
Solo quedan como flecos sueltos ese maquillaje del actor que encarna al padre, Guido Caprino, que no lo hace parecer más viejo que Valerio Mastandrea, su descendiente. Unas apariciones más breves de lo deseado de la actriz Bérénice Bejo, en el papel de doctora, capaces de atraer la atención del espectador con su presencia. Sin embargo, incluso para ignorantes del deporte rey, la secuencia que se desarrolla en el estadio de fútbol, demuestra la capacidad de emoción a la que se puede llegar en momentos de sufrimiento en una relación tan difícil como la del padre viudo con su pequeño huérfano, puro celuloide italiano, emoción auténtica.