Es innegable que estamos asistiendo a una profusión, en forma de avalancha, de productos televisivos que retratan el mundo criminal, especialmente de aquello que tiene que ver con el narcotráfico. Una serialización ficcional de un mundo complejo y violento que, más allá de su calidad, está generando efectos secundarios en la audiencia. Los criminales y los narcos han pasado de ser figuras de un submundo a temer a casi iconos reverenciados. No se trata tanto de mimetismo como de fascinación, como el encuentro de referentes antiheroicos a los que aferrarse por su retrato mitificado.
La clave de todo ello, como nos indica Nicolás Pereda en la presentación de su film Fauna, está en los mecanismos de representación, de cómo esta violencia es plasmada en los medios y cómo afecta a sus receptores. Ante esto, Pereda nos ofrece un film que se sumerge precisamente en estos mecanismos para intentar ofrecer un análisis del cómo, dejando en interrogante abierto las causas y las consecuencias de dicho mecanismo.
Pereda nos sitúa en un contexto que va directamente a la raíz del asunto situándonos en el epicentro de la ficción. Un pueblo remoto de México, abonado a las fábulas de violencia y narcotráfico, y en él un grupo de actores que acabaran trasladando su profesión a una suerte de metrarrealidad. Una idea brillante en cuanto al concepto de cómo se produce el proceso de mimesis entre realidad y ficción.
Sin embargo, y a pesar del tono desenfadado que Pereda quiere darle a la función, el film acaba por centrarse demasiado en la representación y no en las causas. El costumbrismo localista acaba por convertirse en una rutina que pretende ser lúdica en cuanto a la desaparición de la identidad en pos de la asunción del arquetipo, pero que acaba por convertirse en una ejercicio inane de intelectualismo impostado que exige, además de forma poco sugerente, deducir dónde está el juego, dónde está la crítica.
Si de lo que se trata es de poner sobre el tapete los mecanismos de sacralización de una forma de vida fuera de la ley no se puede, como ocurre en el film de Pereda, dejar fuera al receptor, esto es al espectador. De igual manera que la mitificación de la violencia y el crimen se basa en la necesidad de la audiencia de recibir ciertos ‹inputs› satisfactorios, no es menos cierto que la denuncia de ellos necesita tener también un receptor que asuma el cómo está siendo engañado. Una misión que en Fauna se omite en favor de un ejercicio casi teatral que parece ser destinado a satisfacer la inteligencia del que la realiza.
Es por ello que, aún estando en presencia de una propuesta estimulante, no lo es menos que solo funciona en el marco teórico propositivo, derivando finalmente en un film compacto en formas e intenciones pero que no deja resquicio a la curiosidad ajena. Una muestra pues de cine de autor que, por desgracia, olvida preposiciones tan importantes en cuanto a destinar su mensaje como el para y el por.