Alguna vez lo has hecho. Has ido a una tienda, escogido una prenda, y esperado a entrar en el probador para dejar que acariciara tu piel. Pero no es suficiente. La pagas, recorres la distancia hasta tu casa y allí, desnuda y despreocupada vuelves a esa prenda con un olor característico, con un tacto diferente, algo que comienza a ser tuyo. Absorber la prenda, formar parte de ella.
Si alguna vez has hecho esto podrás comprender mejor a April, protagonista de Fashionista, y también la visión que Simon Rumley ha elegido para esa pasión carnavalera que se diagnostica como obsesión. La huida es igual que el punto de partida, todo se relaciona con la ropa y sus milimétricas costuras.
Fashionista complica lo innecesario, pero lo apropiado en una historia como esta podría resultar aburrido, así que su complejidad formal es la excusa perfecta para perdernos entre las montañas de ropa, similares a la cantidad de problemas que presenta la protagonista, y encontrar un look acertado después de probar todas las combinaciones.
Tela y piel. Amanda Fuller es pequeña, y su cuerpo y rostro dibujan numerosas curvas. No es un insecto palo al que vestir, no es una Barbie con la que presumir, tiene un atractivo peculiar que permite hacer sinuosas las cremalleras y acertados los tacones. Simon Rumley por su parte venera el personaje de Amanda, y lo utiliza como vehículo para organizar un thriller de montaje sesgado, impaciente, con una saturación tonal tan próxima a la calidez que le aporta un exceso de grano como expresión propia, con unas escenas que remiten, poco a poco, a distintos momentos de una misma historia, creando en un primer instante una absoluta confusión atractiva, incapaces de montar el discurso por nosotros mismos, para después prologar ligeramente cada paso, dando un empaque proyectado a conciencia. No es un thriller, hay mucho drama aquí, hay traición, hay obsesión.
Esa es la palabra clave, la obsesión. April afronta la inseguridad haciendo pliegues en su ropa con los dedos. Duda y frunce su falda. Rabia y quema sus vestidos. Llora y compra un nuevo conjunto. Prendas que ocultan, prendas que consuelan. Para hablarnos de esta obsesión Rumley crea un monumento a la decadencia personal y a la intriga con los personajes que ocupan lugares próximos a la protagonista. Cada aspecto y proporción de estos acechantes puntos de interés está cuidado y requiere una intención. Todo al servicio de la rotura de April. Emocionalmente. Físicamente. Todo dispuesto para su gran momento.
Ese momento sucede en distintas ocasiones a lo largo del metraje. Rumley se atreve a citar al finalizar su gran inspiración para Fashionista: el director británico Nicolas Roeg, un realizador de por sí poco convencional que nutre esta historia donde la pasión lleva a los celos, los celos a los errores, los errores al caos; todo ello seccionado pero con una única narración. Para hacer propio este estilo desfasado utiliza como argumento la música, siempre equilibrada, como una segunda ruta por la que mover sentimientos, situaciones, necesidades. Las paranoias personales, los personajes tan marcados, son detalles que aportan a la película momentos de absoluta calma y otros totalmente exaltados (un ejemplo de ello es ver al matrimonio bailando despreocupado en el salón de casa, para después recrearse en una escena me remitió al baile de sangre de Alleluia). Para apurar la tensión se acerca mucho a April, la cámara se interpone en su intimidad y la vemos al detalle, su rostro desencajado, su cadera perfeccionada, sus labios maquillados en cualquier tono. La encrucijada es la pureza de lo bello y se esconde en su desestructuración para destacar su personaje.
Hipnótica y pomposa, los pedazos combinan hasta demostrar el verdadero mensaje, una historia que roza la corrección pero que gana con la peculiar visión de Simon Rumley. Retales cosidos, unidos con botones, cremalleras, múltiples cierres para una protagonista inolvidable.