Al inicio de Familia sumergida, la protagonista, Marcela (Mercedes Morán), surge de detrás de una cortina, dejando atrás una luz cegadora y entrando en la oscuridad, en lo opaco. Hay algunas similitudes entre el poder evocador de una cortina y la ópera prima de la actriz y realizadora argentina María Alché.
Por una parte, se trata de una película difícil de aprehender por completo, que juega a dejar la sensación de que hay algo más, algún secreto familiar oculto, algún pensamiento por decir. La cortina como velo que al mismo tiempo deja ver y oculta la verdad. Por otro lado, encontramos a lo largo de la película la idea del contacto con el mundo de los muertos; la cortina como finísima frontera con el más allá, con la memoria fantasmal de familiares que ya no están.
Familia sumergida fue presentada en el pasado Festival de Locarno y ganó el Premio Horizontes a la mejor película latinoamericana en el Festival de San Sebastián. María Alché, su joven directora, ha aparecido como actriz en películas como La niña santa (Lucrecia Martel, 2004), Ni Dios, ni patrón, ni marido (Laura Maña, 2010) o la española Sexo fácil, películas tristes (Alejo Flah, 2014). La influencia de una tótem del cine argentino como Lucrecia Martel se deja ver en el film de Alché, desde el escenario de familia de clase media hasta un cierto tono espectral.
El film inicia tras la muerte de la hermana de Marcela, algo que trastoca las relaciones de ésta con su familia y le obliga a sacar de debajo de la alfombra un buen puñado de recuerdos y deseos ocultos, tanto físicos como mentales. Hay que destacar la gran interpretación de Mercedes Morán, a medio camino entre el rostro de la esfinge, impávido, y la emoción sutil. Su personaje lo podríamos ubicar en medio de una búsqueda, un personaje en tránsito cuando el suelo que había bajo sus pies pierde la firmeza que seguramente nunca tuvo.
Quizás lo mejor y peor de una película como Familia sumergida sea su opacidad. Es cierto que le permite a Alché la creación de imágenes singulares, con el poder de permanecer en la memoria. Escenas como las visiones de la protagonista, o la cena familiar final con baile incluido, no serían lo mismo sin esa turbiedad fantasmagórica, acentuada por un magnífico trabajo con el sonido y la fotografía de una cineasta tan especial como Hélène Louvart (Pina, Le Meraviglie, Petra). Sin embargo, la película puede llegar a desesperar por la falta de asideros, por tener la sensación durante buena parte del film de no saber cuál es la relación entre unos y otros, de no saber qué pasó o por qué, de no saber incluso si lo que sucede en la pantalla es real o una compleja ensoñación.
La película de María Alché es un retrato de la cotidianidad familiar, de los lazos que se rompen o se aprietan, de cómo la genética importa y los giros vitales parecen repetirse de una generación a otra. Pero también es una película que explora la psique de una mujer madura, sus miedos y deseos. Todo ello desde un punto de vista desasosegante en ocasiones, como un estado de duermevela filmado, en el que todo se mezcla y poco se explica.