Salomé Lamas parece estar persiguiendo fantasmas durante todo el metraje de Extinction. El del comunismo, la historia, las fronteras y la identidad. El blanco y negro de su fotografía ayuda a transmitir desde el primer momento cierta idea de un legado, a priori considerado anacrónico, que continúa de alguna forma vigente en la región de Transnistria, pero que se escapa a la razón. La República Moldava Pridnestroviana se escindió de Moldavia tras la disolución de la Unión Soviética y, desde entonces —superando un conflicto bélico de por medio—, se ha gestionado como un estado independiente no reconocido internacionalmente. En su escudo y su bandera se mantiene el emblemático signo de la hoz y el martillo como representación de la solidaridad proletaria que evoca ineludiblemente tiempos pasados. Quizá tiempos mejores para algunos en los que al menos sabían quienes eran y se les reconocía por serlo.
A través de un joven del país se va conociendo las particularidades de estas peculiares condiciones para sus habitantes, se visitan construcciones y lugares, se viaja por carreteras o se cruzan las fronteras que para Transnistria lo son todo y nada. Un abismo construido sobre un concepto de país que no existe más que en sus cabezas. Entre Ucrania y Moldavia —queriendo forjar su propio destino como pueblo y a la vez añorando el pasado de la identidad soviética que les definió durante décadas— quedan tan sólo formalmente las estructuras vacías de contenido e ideología que necesitan ser resignificadas.
La directora incluye entrevistas y narraciones de distintos personajes que repasan la historia y contextualizan la situación actual. La descomposición de la URSS como origen de una crisis territorial en los espacios fronterizos abandonados a su suerte. Una crisis política provocada por la falta de atención a las culturas y la demografía periféricas de la Federación Rusa que tiene como consecuencia también la crisis de identidad individual de sus ciudadanos. Ellos requieren de pasaporte ruso o ucraniano para poder moverse a través de Europa y entre países vecinos con cierta libertad y derechos reconocidos. La posición de interés geoestratégico de Rusia en la zona no se excluye de las conversaciones y las imágenes e incluso la ausencia de ellas. Transnistria no es el único caso y el conflicto de Ucrania por el control de Donbass no tarda en aparecer como análogo: igualmente se trata de una facción que reclama la independencia de una región en una antigua república soviética y su integración en Rusia. La nostalgia por la supuesta grandeza de la antigua URSS se ha trasladado a un sentimiento nacionalista prorruso imposible de resolverse.
La descomposición política se captura siempre desde el registro de la deconstrucción de la identidad de Kolja, su principal sujeto de estudio. Pasando su discurso desde el análisis individual a la dimensión social, desde el presente hacia el sentido de la historia. La banda sonora reclama continuamente la atención con la atmósfera que fija su sonido abiertamente perturbador e inquietante. La cámara va cazando espectros en forma de ideas, de respuestas y silencios, de edificios y símbolos que ahora carecen de significado, de antiguas paradas de autobús con esos llamativos diseños de épocas anteriores que parecen capaces de resistir caídas y levantamientos de regímenes de cualquier tipo. Lo inexplicable se vuelve fantasmagórico y cualquier intento de resolverlo resulta imposible a través de meras palabras. El trayecto del tren de la historia reciente lo explica un hombre mayor con una parábola en la que queda claro que el intento de borrar u olvidar el relato compartido tiene efectos imprevisibles para cualquier sociedad demasiado frágil para crear uno propio por sí misma. Algo que pone en riesgo permanente su futuro y supervivencia.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.