El 11 de abril de 1924, en plena dictadura de Primo de Rivera, tuvo lugar uno de los sucesos más célebres de la crónica negra española. Así, durante el trayecto que separaba las estaciones de Aranjuez y Alcázar de San Juan, un cuarteto de ladrones perpetró el asalto al vagón de el El expreso de Andalucía donde se resguardaban una serie de objetos de valor y joyas. El cabecilla del operativo era un ex oficial de correos llamado José María Sánchez Navarrete que había sido antiguo compañero de los dos encargados de velar de la seguridad de las mercancías. Una vez dentro del vagón, los asaltantes narcotizaron a los vigilantes, matándoles a continuación a golpe de tenazas. Tras la huida con el botín, la policía logró tras un arduo proceso de investigación detener a los compinches, suicidándose uno de ellos antes de ser detenido, mientras que los otros tres miembros de la cuadrilla fueron ajusticiados a garrote vil. El revuelo que este hecho criminal causó en la España de los años veinte fue tal que sus ecos aún continúan siendo comidilla en tertulias periodísticas versadas sobre crónicas de sucesos.
Partiendo de este caso real, adulterado por un guión que apostaba por radiografiar el ambiente arrabalero madrileño de los años cincuenta adaptando pues libremente sin atenerse a la realidad de los hechos el suceso (uno de los pocos puntos de conexión será situar ambos relatos en dos dictaduras como la de Primo de Rivera y la de Franco), Francisco Rovira Beleta cimentó una obra cumbre del cine negro español. Y es que El expreso de Andalucía constituyó una perfecta continuación de esa trilogía negra realizada por el realizador barcelonés iniciada con la sensacional Hay un camino a la derecha que culminaría con la sublime Los atracadores. No me cabe duda que Rovira Beleta fue una de las figuras indispensables del cine español de la segunda mitad del siglo XX. Al hecho de haber sido el primer director patrio nominado al oscar, y por partida doble con Los tarantos y El amor brujo, se une la visión renovadora que introdujo en la anquilosada arquitectura cinematográfica hispana de los años cincuenta. Visto con la perspectiva que trae consigo el paso del tiempo, Rovira Beleta podría calificarse como una especie de precursor de esos nuevos vientos que salpicaron el cine español de los cincuenta, caracterizado por un afán de acercarse a los problemas de esas clases populares oprimidas por la falta de libertad y la carencia de oportunidades que esa España en blanco y negro ofrecía, apostando para ello en sacar las cámaras a la calle para presentar los paisajes, caras y arrugas de la España real. Una España habitada por moradores plenos de insatisfacciones, condenados a vagar sin pena ni gloria por barrios donde la miseria agitaba los resortes de la delincuencia como última vía de escape. Una visión neorrealista, muy italiana si se quiere, que Rovira Beleta engalanaba con su dominio técnico, haciendo gala de unos elegantes movimientos de cámara y tomas cenitales que radiografiaban el espíritu de los barrios donde tenían lugar las tramas de sus películas. De hecho, Hay un camino a la derecha se adornaba con algunas escenas que anticiparían los dogmas de la Nouvelle Vague francesa filmadas en la Barcelona portuaria de principios de los cincuenta, merced a unos cuadros de un naturalismo fascinante que no dejaba hueco al maquillaje impostado.
En El expreso de Andalucía, Rovira Beleta viajó desde su querida Barcelona protagonista de casi todas sus películas hacia Madrid, habitat donde se situaba la trama negra que sirvió de engranaje para el guión del film. Uno de los puntos más atractivos de la cinta es su retrato costumbrista del Madrid de la época. Así, Rovira Beleta se mimetizó con los ambientes pícaros y castizos, fotografiando ese Madrid carente de infraestructuras y repleto de adversidades, desplegando pues su talento para captar el alma de la ciudad y de sus pobladores más populares. Para un madrileño resulta todo un placer contemplar la fotografía paisajista de sitios tan emblemáticos como el Palacio de Correos, la confluencia de Gran Vía con Calle Alcalá, una plaza de Cibeles sitiada de taxis de color negro (tan negros como el corazón de la cinta), del gentío que cocía en Cascorro y su Rastro, de la atmósfera taciturna del barrio de La Latina y de los arrabales de La Arganzuela resididos por toda una galería de personajes cansados de su mala suerte y de soportar esas bolsas de pobreza que condenaban a los perdedores… Sin duda todo un espectáculo que hiló un documento que alumbraba un tratado de arqueología de una época tan oscura como la del bullicioso Madrid de la dictadura franquista.
La película se abre mostrando a un temeroso ciudadano dejar en la estafeta de correos de Plaza de Cibeles un paquete que debe ser transportado urgentemente en el Expreso de Andalucía. El nerviosismo del paisano, que se hace llamar el Rubio entre sus amigos, se deberá a que el mismo es conocedor de que en sus manos albergaba el resultado del atraco a una joyería perpetrado por unos peligrosos delincuentes. De este modo, el Rubio comunicará esta información privilegiada tanto a un joven llamado Miguel Hernández (Vicente Parra) integrante de esa clase media madrileña guardiana de la paz y dogmas franquistas que ha salido algo vago y frívolo, como a un ambicioso y enérgico ex-pelotari llamado Jorge Andrade (Jorge Mistral) hastiado con su mísera existencia. Un Jorge que exhibirá su carácter liderazgo proponiendo a sus dos amigos un plan de asalto al vagón del tren para hacerse con las joyas recién depositadas por el Rubio. Para ello decidirán contar con la ayuda de un acaudalado y respetado anticuario que oculta tras su noble faz a un estraperlista sin escrúpulos que mantiene relaciones incestuosas con una joven cantante de cabaret (interpretada por la belleza italiana Mara Berni) de la que Jorge se enamorará a primera vista, abandonando así ese amor de juventud y platónico que mantenía con la hermana de el Rubio, la tendera en un puesto en El Rastro llamada Lola.
Sin embargo, el carácter visceral y torturado que exhibirá Jorge provocará que el inicial plan de asalto termine con el asesinato de los vigilantes del vagón, -amigos del padre del joven Miguel-, desembocando todo el embrollo en una red de traiciones, persecuciones policiales y asesinatos entre los propios miembros de la banda que desencadenará un camino hacia la perdición emprendido por las ansias de poder y ambición de un desatado Jorge, principalmente por la atracción incontrolable que sentirá este oscuro y calculador personaje hacia esa femme fatale interpretada por la Berni.
La película no tiene para nada desperdicio, contando con todos los ingredientes que hicieron grande al cine negro americano de los años cuarenta. En primer lugar una trama de robos y atracos ideados por unos delincuentes arrabaleros que derrotará hacia una subtrama de huidas, traiciones y persecución policial dotada de un ritmo vertiginoso donde en cada minuto de metraje pasan cosas importantes para el devenir de la historia. En segundo lugar la presencia de una femme fatale que seducirá con su aroma a madreselva a ese cabecilla incauto que preferirá el ardor de unos labios femeninos a la camaradería que ofrecen sus compinches, a los que traicionará sin ningún tipo de escrúpulos. Asimismo la cinta cuenta con esa radiografía social tan típica del cine negro capaz de destapar sin rubor y de forma muy entretenida las cloacas presentes en la sociedad de la época, en este caso, la falta de expectativas de una juventud madrileña cuyo futuro era más que incierto. Finalmente Rovira Beleta dosificó con gran talento las magníficas escenas de acción que componen los pasajes más contundentes del film, apostando en gran medida por retratar el costumbrismo madrileño gracias a unas estupendas secuencias rodadas a ras de calle, dejando que los actores se mezclaran e improvisaran con los viandantes para infundir de un realismo inolvidable a unas tomas de gran potencia histórica – sin duda inolvidable resulta el capítulo que absorbe el ambiente del Rastro madrileño gracias a unos frescos de un naturalismo embriagador, a lo que se añade la fugaz aparición en un pequeño cameo del legendario José Luis López Vázquez- que aspiran el alma de ese Madrid popular ajeno a los ojos del cine español de aquellas fechas.
Este poderoso esbozo antropológico que resulta El expreso de Andalucía, se complementa con una puesta en escena que evoca a la serie B noir norteamericana, sin duda uno de los referentes que más se hace sentir a lo largo del desarrollo del montaje, aderezado con un disfraz neorrealista muy influenciado por la presencia de los técnicos italianos que dieron soporte a la producción del film en su aportación como co-producción hispano italiana. Lejos de suponer un corsé que detiene el frenético ritmo con el que Rovira Beleta dotó a su film, el tejido neorrealista que despliega la cinta la otorga una superficie divergente y absolutamente hipnótica, situándola en una dimensión superior frente a las típicas producciones en serie auspiciadas por los pequeños estudios independientes americanos durante los años cuarenta y cincuenta. Por ello podríamos calificar a esta obra cumbre del cine español como una especie de capítulo neorrealista de derivación criminal, compuesta por una estructura cinematográfica construida a base de unos elegantísimos movimientos de cámara engalanados con unos encuadres de alta escuela marca de la casa Beleta a la altura de los mostrados por los grandes artesanos de Hollywood. El montaje, furioso y que no se detiene en complejos embrollos, es otro de los resortes que alzan el resultado final del film. Todos estos ingredientes permiten señalar a Expreso de Andalucía como una de las cintas a reivindicar de ese otro cine español que no luce en pantallas de televisión ni en manuales recopilatorios, pero que brilla por méritos propios a ojos de esa cinefilia inconformista buscadora de pepitas de oro.
Todo modo de amor al cine.