Para su debut en el largometraje, Pérez Blanco ha optado por la vía del misterio, de la insinuación. Su obra puede leerse como una radiografía del estado de las cosas en nuestro continente porque así lo sugiere su título, como si el viaje al fin de la noche de dos amantes (que se pierden, se separan y se reencuentran en las últimas horas del siglo XX, ambos en busca de una rave espectral ubicada en el corazón del bosque) cifrara, de algún modo, el malestar político y social que atraviesa Europa. Experiencia eminentemente sensorial, deudora, al parecer, del cine del francés Philippe Grandrieux que tanto apasiona a su autor (aunque es fácil reconocer rasgos de gente como Lynch, Carax e incluso Jean Rollin —algo en sus primeros compases me remitió a la gelidez romántica de La nuit des traquées—); estamos ante una cinta que, construyéndose desde una desafiante libertad creativa, logra mantener al espectador en un cierto estado de hipnosis durante su escaso metraje, menos preocupado del sentido literal de las imágenes que van desfilando por la pantalla que del poso que estas dejan en el inconsciente.
Amparándose en un sofisticado entramado audiovisual, en el que montaje, fotografía y sonido convergen para depurar una estética onírica, irreal, en la que caben tanto la pesadilla como la alucinación romántica, Pérez Blanco ofrece una pieza a contracorriente de verso libre cinematográfico, lastrada acaso por algunos diálogos claramente por debajo del poder subyugante que ostentan las imágenes, cuestión esta que hacer dudar un poco del valor real de la película, como si se pretendiera enmascarar cierta gratuidad de fondo a través del talento (incuestionable) de su director para el tratamiento de la imagen. El rumbo incierto y dubitativo de su exigua trama, sumado a la morosidad narrativa con que ésta se despliega a ojos del espectador, no ayuda a disipar del todo la sombra de la impostura.
En todo caso, resulta estimulante bucear en el sentido de una película tan vocacionalmente extraña, tan misteriosa y etérea. Hablada en varios idiomas, ambientada en un lugar geográfico indeterminado, poblada por gente apática o narcotizada (gente perdida en sus propias ensoñaciones), y punteada por signos de derrumbe físico y moral (ruinas, precipicios, bosques oscuros, ciudades vacías… espacios, todos ellos, donde reina la desolación y donde la comunicación humana resulta inviable o defectuosa), Europa parece sugerir, en última instancia, que el amor, o acaso el deseo, sigue siendo ese elemento (quizás el único) que nos mantiene vivos y unidos en un siglo XXI donde prima la confusión, la incertidumbre, el miedo.
Su discurrir lento, la exigencia de una predisposición contemplativa y la falta de asideros narrativos sin duda harán que cierto público acostumbrado a obras menos heterodoxas arrugue la nariz, cuando no le fuerce a abandonar directamente su visionado. Sin embargo, sería un error pasar por alto una cinta que, dentro de sus imperfecciones (algunos gestos un tanto forzados, algunos tramos de tedio se diría que casi deliberado), logra plasmar una personalidad tan marcada, permitiendo a su autor expresar de forma libérrima sus inquietudes estéticas más arraigadas. Europa, sea o no reflejo deformado del alma del continente homónimo, se erige finalmente en ejemplo valioso de puro cine sensorial, presto a satisfacer el apetito de un espectador necesitado de creaciones al margen del sistema. Esta es una de ellas, y, tanto por los riesgos que asume como por el exquisito gusto con el que está concebida, es también una de las más interesantes y recomendables.