En un momento determinado de Euforia (Valeria Golino) el personaje interpretado por Riccardo Scamarcio expresa sin ambigüedad moral alguna que la compasión es el negocio del siglo XXI. Compasión es lo que explota el capitalismo para conseguir ingresos mientras apela a la caridad como justificación para obtener beneficio de la desgracia ajena. Él mismo es un hombre de ciudad, exitoso e hipócrita que es capaz de ayudar a la opresiva Iglesia Católica a promulgar su doctrina y celebrar su tradición siendo abiertamente homosexual o proponer proveer de infraestructuras a un campo de refugiados buscando el patrocinio de empresas que piensan obtener una buena limpieza de imagen con las consignas de las impostadas estrategias de responsabilidad social corporativa. Esta distancia entre intencionalidad oculta y motivaciones públicas —entre la máscara social y los verdaderos sentimientos— es lo que analiza la película con la reconexión de la distanciada relación con su hermano mayor cuando es diagnosticado con un tumor cerebral que acabará pronto con su vida. Es su dinámica la que pone en movimiento todo un ejercicio de comprensión mutua mientras comparten de nuevo su vida.
La cámara de Golino los estudia desde una posición alejada y que elude juicios, pero nunca abandona su tratamiento con un distinguible amor por la humanidad con todos sus defectos, errores y arrepentimientos. Su relato se compone de todos esos pequeños eventos cotidianos, del descubrir el círculo de amigos burgueses dignos de La dolce vita (Federico Fellini, 1960) por parte del enfermo mientras le acoge en su lujoso apartamento. De como su hermano pequeño se entera de la infidelidad y la separación con su esposa y alejamiento de su hijo. Ambos quieren más de la vida de lo que tienen sin asumir que puede que su existencia es limitada. Así, con el paso de los días —y los tratamientos que el propio implicado no sabe que no sirven a ningún propósito y que su destino está ya marcado—, es como se va recuperando el afecto entre los dos personajes que llevan el peso de la película. Y de nuevo se desvela esa diferencia entre lo que expresa públicamente el joven Matteo y lo que verdaderamente le mueve al evitar que Ettore conozca la realidad de su trágica situación. No es que no quiera que sufra innecesariamente, sino que es incapaz él mismo de aceptar la muerte de su hermano y lo proyecta desde una falsa posición de condescendencia y compasión para no reconocer sus propios sentimientos.
El estilo formal de la directora da prioridad a las presencias humanas sobre el entorno y en relación al mismo. Hasta su montaje está diseñado siempre para crear relaciones directas entre los personajes durante sus diálogos y las acciones en cada escena. Destaca el uso de movimientos con grúa con los que evita cortar en ocasiones cambiando entre distintas composiciones y otorgan a las secuencias de un sentido de movimiento muy especial, de una energía que parece insufla a las propias interpretaciones de sus actores. Ese sentido de realismo lo alcanza al centrar todos sus esfuerzos en los diálogos, los actores y el planteamiento escénico en relación a su cámara. Lo que permite a Euforia elaborar dramáticamente el subtexto en cada momento mientras mantiene una ligereza narrativa muy engañosa. Capturar a los seres humanos en toda su complejidad emocional y sus anhelos más profundos es lo que consigue según avanza el metraje. Hacerlo con la suficiente honestidad como para no tomar partido y llevar su punto de vista casi al de un documental de vida salvaje que estudia el comportamiento de esas personas —que toman forma con su mirada— hace que sea imposible no empatizar de manera absoluta y verse reflejado en ellos.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.