Eternal (Ulaa Salim)

Hay dos sucesos aleatorios que mueven el mundo en Eternal. El primero es la desaparición instantánea de un acantilado, un trozo de tierra devorado por el agua para no volver nunca más. El otro son dos jóvenes que se conocen una noche de fiesta. Ambas perspectivas resultan disfrutables, interesantes y con un avance prometedor, pero el problema surge cuando estos dos sucesos cruzan sus caminos y siguen una misma dirección. Y es un problema enorme, porque la película de Ulaa Salim articula su debut básicamente desde este cruce.

El director danés busca encontrar un nuevo género cinematográfico con Eternal, el “eco-romance”. Como otras películas que hacen uso de la ciencia-ficción para manipular el procedimiento básico del amor, aquí se emplea un hecho que puede cambiar el curso del mundo anteriormente conocido para el beneficio propio. Tal vez no funcione así del todo, no es un ¡Olvídate de mí! comprobando si es posible olvidarte de tu ex para siempre, pero sí se escenifica una causa-efecto que relaciona una falla en el fondo del océano capaz de reaccionar místicamente en la forma de concebir los errores cometidos en el pasado en una pareja. Nada es imposible si lo escribes en un guion.

Para que esto resulte necesitamos una pareja, en este caso la que forman Anita y Elias, ella una futura cantante famosa que no está preocupada por anclar sus pies en el suelo gracias a su juventud, y él un carácter totalmente opuesto, estudiando para ser piloto de submarinos y climatólogo gracias a su obsesión por esa grieta creciente en el centro de la Tierra. Tres son las partes que dividen la película y quizá la primera, donde evoluciona más la relación personal que la grieta, sabe mantener nuestra atención pese a caer en todo tipo de estereotipos acerca de cómo evoluciona una pareja cuando no se buscan los mismo objetivos vitales. El cineasta es austero y recapitula con cierta frialdad para llegar a un punto de no retorno en el que separar sus caminos. Sería un spoiler si esta “fractura” no fuese el inicio de esa parte tan ambiciosa de la película en la que, pasados quince años, Elias está dentro de un submarino haciendo cosas de climatólogos futuristas, como es intentar cerrar una falla con drones acuáticos. Aquí es donde el director sostiene esa obsesión de darle sentido al amor, a la necesidad de replantearnos nuestro futuro en base a las decisiones del pasado, a querer recuperar realidades alternativas o simplemente fantasear con un “qué sería de nosotros si no hubiésemos dejado lo nuestro” gracias a la libertad creativa que le ofrece reducir el multiverso a una grieta luminosa.

Tiene algunas escenas visualmente llamativas en esa recreación del fondo marino, salpicadas en todo momento de lo bucólico de un amor que podría haber evolucionado y que ahora no existe, mientras insiste en seguir a los personajes en una actualidad en la que intentan de algún modo volver a conectar gracias al encuentro casual de ambos. Se sobreentiende que a Ulaa Salim le preocupa ese momento en el que un adulto mira atrás y se pregunta qué podría haber pasado si no hubiese sido tan arrogante, gilipollas u ombliguista en el pasado, y le quiere ofrecer una segunda oportunidad en un posible caso extremo en el que, quizá, el mundo se acabe, pero en algún momento olvida conectar los hilos adecuados y termina por no destacar ni lo voluble del amor ni ese fin del mundo del que no nos preocupamos lo suficiente, resultando una historia vacía y, paradójicamente, seca. Eternal quiere relacionar el amor universal y el error humano a nivel sentimental pero también a uno capaz de acabar con todo, y es algo que resulta más conmovedor como concepto que como película, al menos en esta ocasión.

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