Carlos está pensativo por el fragor de la batalla entre los güeys del colegio enemigo contra los compañeros de su escuela. Entonces se desmaya sin notar el ruido, la furia o la polvareda que se levanta a su alrededor. Pero cuando despierta ya no es ese mismo adolescente, sino Charly, un genio que arregla el sintetizador, los amplificadores o inventa robots. Un joven que fascina por igual a Nico, el líder espiritual y señor del Aztec, un bar de vanguardia, conciertos, fiestas más otros secretos. Una promesa que atrae a Maud, modelo y musa del grupo de artistas marginales. Una joya que tontea con Rita, la hermana mayor, mentora y guardiana de Gera, el mejor amigo y compañero de clase de Carlos. Ya son mediados de los años ochenta en Mexico D.F. Se acabaron las rancheras, los tequilas o el fútbol. Adiós siete machos, ¡viva la diferencia sexual, los estupefacientes y el synth-pop!
Un lento fundido a negro se desvanece gradualmente mientras la pantalla se llena por una docena de adolescentes peleando al ritmo de una imagen ralentizada. La lucha es visceral, encarnizada y tan volátil como todo lo que se hacía a los dieciséis o diecisiete años. En el centro del plano se sostiene como una estatua la figura espigada de Carlos, el protagonista, quieto, ajeno, sumido en sus pensamientos. El mundo ruge alrededor cuando dirige su mirada a un vacío que solo él puede comprender, interpretar y —quizás en un futuro— expresar. Igual que con ese cierre capicúa entre hinchas del fútbol, la irracionalidad de una multitud que lo rodea a él, caminantes en cámara lenta, hasta que solo Carlos vislumbra la lógica caprichosa del destino.
Entre ambas secuencias transita el absorbente metraje de Esto no es Berlín, quinto largo del músico y cineasta Hari Sama. Una obra que confirma varios de sus rasgos autorales, apuntados ya por films previos. Tanto en la trama relativa a los seres queridos, sean perdidos o ausentes. Sin duda la música como razón, profesión de los personajes y, de algún modo, motor de las historias. Observa todo con una mirada propia, mexicana, por un punto de vista regional que traduce los localismos en coincidencias universales. Solo desde una visión cosmopolita y global como la suya, valiente al mantener intacto el lenguaje de los actores, apoyados afortunadamente por unos subtítulos literales que permiten escuchar en sus giros idiomáticos, la riqueza expresiva de las expresiones recitadas por los intérpretes. Frases omnipresentes como «está chido», «venga weys» o «no lo mames», tarjetas generacionales y certeras de un grupo que se hace humano desde el primer minuto de película.
Hari Sama demuestra su madurez como director al lograr un equilibrio complicadísimo que lleva sin altibajos un guión de carácter literario, escrito junto a Rodrigo Ordóñez y Max Zunino. Los tres consiguen una estructura fluida que sin grandes cambios podría publicarse como una novela por la riqueza de las descripciones, la evolución de los personajes, situaciones, unido todo a la profundidad de un ambiente geográfico, histórico y emocional que crean un microcosmos de ficción muy creíble, cercano al público. Las relaciones familiares de los hermanos mayores con los menores. El crecimiento sexual, genérico y sentimental de cada uno de los implicados. La textura sensorial de un país tan alejado al nuestro, aunque tan conectado por unas circunstancias culturales y transgresoras a mediados de los ochenta. Las canciones de grupos como Joy Division o Roxy Music que universalizan todavía más la propuesta.
La receta puede ser un equipo artístico que se apropia de atrezo, vestuario, maquillaje, peluquería y demás esencias de la época. Un departamento técnico que saca fotogenia con ecos sonoros de la textura colorista, difusa, vibrante y transformadora de aquella década. Un reparto que cambia de piel por la de sus personajes con honestidad, valentía y mímesis intergeneracional. Pero no basta con estos ingredientes porque solo el director es capaz de combinarlos sin excesos ni defectos, en su punto más apropiado para cocinar la mejor mezcla, destacando el plano secuencia en el Aztec lounge que coreografía los acercamientos y rechazos de Carlos, Nico, Rita, Maud y Gera vigilante, alternando los puntos de vista con una fusión de las acciones, el espacio y la intensidad emocional con ritmo, verdad y claridad. Una secuencia que corona el happening anterior en el campo de fútbol, una escena que podría haber sido pasada de rosca pero por la realización parece incluso sacada de las noticias del Mundial 86, cuando resulta ser totalmente ficticia pero veraz en su representación.
Hari Sama se implica desde la memoria emocional del pasado, sin la tentación de traicionarlo para que resulte más bonito en el presente. Pocas películas ambientadas en una época logran decorados en los cuales lo que se muestra se parezca tanto a lo que existía entonces. Menos largos llegan a captar ese momento que recrean. Fuera de artificios, Esto no es Berlín nos empuja por el túnel del tiempo y durante casi dos horas permanecemos en aquel 1986 que transcurría como todos los años por entonces, cercanos a la eternidad que no veíamos imposible, antes de cumplir los veinte. El riesgo, la aventura, los acordes del recuerdo o de la inmortalidad a solo dos chelas de emborracharnos.