Daniel, un pintor de unos cuarenta años, da unos retoques a un lienzo ya comenzado que cuelga en la pared de la casa de campo en la que vive. Prepara la mesa para siete comensales en el jardín mientras el sol luce en lo alto. El día se presenta veraniego y festivo. Dos matrimonios de amigos viajan hasta el pueblo de Daniel en sus vehículos. Durante la comida llegan con retraso Alexandra y Jacobo, una pareja más joven que los presentes. El zumbido de las abejas que anidan en los panales cultivados por el anfitrión, retumba entre los murmullos, sospechas y rumores de los invitados.
Es un acto de justicia reconocer mis recelos ante un largometraje de duración generosa, en torno a las dos horas y media, cuya acción sucede a lo largo de dos días en una casa de campo y algunos exteriores próximos a la mansión. Allí se juntan siete personajes —unidos por una leve amistad o relaciones rotas en el pasado— que debaten, discuten, se enfrentan y se relacionan hasta conseguir la intimidad total.
Arturo Prins es licenciado en Bellas Artes, un pintor y fotógrafo que juega con el collage, la imagen y la pintura en sus exposiciones. Pero su carrera está más enfocada al mundo audiovisual, siendo director, productor, guionista y montador de una filmografía compuesta por seis largos documentales, spots comerciales y varios cortometrajes. Estado impuro es un salto al vacío evidenciado por ser su primer largometraje de ficción. Coguionista del film junto a Juan Carlos Sampedro —coescritor también del guión en Demonios tus ojos—, el cineasta escribe con la cámara desde el propio rodaje del cual es uno de los operadores de cámara. Destaca el punto de vista documental de un panal de abejas que abre los títulos de crédito del inicio, unos planos detalle cercanos al enjambre que apoyan la idea de un grupo de personajes heterogéneo pero unido en sus vuelos, aproximaciones y búsqueda voluntaria o accidental del placer.
La estructura de la película huye del panal como metáfora, para separar después varias fases que conducen a un clímax colectivo rematado por un epílogo catártico y liberador. Esta sucesión de largas secuencias discurre desde una presentación abstracta de los dos matrimonios que viajan en sendos coches hacia la casa de campo. En los vehículos escuchamos las conversaciones de una ex-novia de Daniel con su marido, entre los celos, los reproches, sospechas y alusiones a infidelidades. Las canciones de Phil Collins y Moody blues aportan datos acerca de la edad o gustos de los congéneres, pero se hurta la oportunidad de ver sus rostros, siempre fuera de campo, con sus voces como banda sonora del camino por la carretera sin asfaltar. Ese movimiento en bruto y a pulso concluye con una presentación del artista más estable y que termina con un fundido en negro. La crónica generacional da paso a una extensa comida filmada con travellings circulares, panorámicas, planos y contraplanos de los comensales en animada conversación, una mezcla de drama gestual con tesis dialogante acerca de la monogamia obtusa frente a la posibilidad de la poligamia pactada o compartida con los cónyuges.
El gran acierto de la película es el desarrollo que rompe la llegada de los jóvenes amantes de Daniel, un cambio que revoluciona el ambiente del drama hasta la comedia luminosa, cercana al equívoco. A partir de ese momento, Estado impuro tuerce la seriedad hacia la risa e incluso la carcajada, gracias a las combinaciones, permutaciones y cambios de parejas, tríos o cuartetos de personajes que vacilan, se cortejan, engañan o se sinceran. Varias escenas de carácter lúdico y festivo que conducen a la parte final del metraje.
Arturo Prins consigue mantener el interés en el argumento, sus rizos, apoyado en un reparto coral que crece según avanza la película. Podría haber aligerado en varios minutos de reiteraciones o titubeos verbales la duración del film en pos de un relato más fluido, pero se la juega en ese alargamiento de las situaciones para que todo continúe hacia un crescendo más efectivo en su resolución. Los fallos técnicos en algunas tomas de sonido directo, sombras inoportunas en el rodaje de exteriores o inconvenientes de trabajar con una producción que saca el máximo rendimiento al mínimo presupuesto, son obstáculos salvados por el arrojo de los intérpretes, la simpatía que destilan sus roles, incluso en el caso de papeles incómodos como los del marido celoso y el más cuadriculado. Con gratitud por parte del cineasta a sus generosos mecenas en un título sobreimpresionado al final del largo. Con la dedicatoria para «Aquellos que habéis conseguido el milagro de que este film caiga de pie. El cine es luz, y la vuestra, más poderosa aún.»
Esa luz que inunda la mayor parte del metraje, soleado, brillante, sin sombras salvo en alguna secuencia de interiores que juega con las dobleces personales. Puede que la elección de un tema como Eres tú, interpretado por el grupo Mocedades, esté justificado en su sentido final de liberación, aunque puede sonar a nostalgia o canción añeja. Pero hay que agradecer la transformación del drama en comedia. Las ideas formales o argumentales llevadas hasta el final en su coherencia, desde el empeño del autor. El tratamiento atrevido del erotismo para un film comercial que además puede verse en salas de cine como el Pequeño Cine Estudio, actualmente. Y la sensación de no ver una película que nos haga sentir bien, sino pasarlo bien, más allá de las tesis románticas que se cuestionan. Por encima de prejuicios acerca de la duración o de las limitaciones económicas a las que, además, se les saca el mejor provecho.