La mutabilidad del significado de una obra cinematográfica con el paso del tiempo está más que probada. En el caso de películas relacionadas con conflictos políticos, sociales y bélicos en curso no hay nada más fluido que la interpretación de sus imágenes. El largometraje documental This Rain Will Never Stop (Alina Gorlova, 2020) sería un caso paradigmático de esta posición respecto al arte y su conexión con el mundo, de su naturaleza de extensión de la realidad que se retroalimentan mutuamente. La cinta empieza inicialmente en la región ucraniana del Donbás tras el Euromaidan de 2014, que supuso el derrocamiento del gobierno prorruso de Viktor Yanukovych, la anexión de Crimea por parte de Rusia, la proclamación unilateral de las repúblicas de Donetsk y Luhansk y una guerra civil que continuó durante años en una escalada militar transfronteriza —con la falta de interés de la comunidad internacional hasta la actual invasión de Ucrania liderada por Vladimir Putin—. En ese contexto la cámara de Gorlova se fija en un voluntario de la Cruz Roja, un joven sirio de origen kurdo (Andriy Suleyman) que, tras huir de la guerra en otra crisis migratoria de espeluznantes dimensiones, ahora se encuentra con una situación parecida en lo que creía iba a ser un lugar seguro lejos de la violencia y la muerte.
El filme está dividido en 11 segmentos, algo que la conecta con el mismo planteamiento de fragmentación narrativa de la reciente Donbass (Sergei Loznitsa, 2018), que en trece episodios abordaba desde la ficción la situación en Donetsk. Algo que permite superar las limitaciones para describir en toda su dimensión una situación extraordinariamente complejo, en una aproximación impresionista al relato que sigue a Suleyman realizando su trabajo de ayuda humanitaria y la relación con sus hermanos, que se encuentran dispersos por el mundo entre Alemania, Irak y Siria. Pero This Rain Will Never Stop propone también, desde cierta distancia, mostrar las consecuencias en los civiles de un conflicto que queda en el fuera de campo desde una perspectiva observacional. La misma que utilizaba también Mantas Kvedaravicius en Mariupolis (2016) en otro testimonio más vigente que nunca de la situación de esa importante ciudad enmarcada en el conflicto con Rusia. La mirada de la directora alterna formalmente ambos puntos de vista: la cámara en mano que sigue a un personaje y su historia personal de huida de la guerra con los planos fijos de las calles, las masas transitando un puesto fronterizo o la actividad dentro de una fábrica de tanques. La progresión de su metraje nos va llevando también desde una descripción más de carácter global a una individual. Según avanzan los capítulos el protagonismo de Suleyman es mayor y se va alejando de Ucrania para visitar Alemania en una boda o Siria en su intento de visitar su lugar de origen, registrando los efectos del conflicto con la minoría étnica a la que pertenece, distribuida entre varios países.
Sin embargo, a pesar de la distancia y del cambio de paisaje, las situaciones y los conflictos son los mismos para la población. La migración forzosa sufrida por cientos de miles de personas y la violencia sistemática que sufren está muy presente. Y este podría ser el mayor logro de la película, registrar los reflejos, ecos y resonancias entre conflictos de países situados a miles de kilómetros con culturas y antecedentes muy distintos. De esta manera, el conflicto de Siria se explora a través del ucraniano y viceversa, presagiando la situación de millones de ucranianos que han tenido que huir ahora de la guerra. ¿Qué son las banderas sin colores? ¿Qué representan? El blanco y negro de la fotografía ayuda a homogenizar la narración, a sustraer las posibles diferencias para capturar unos lugares fuera del tiempo y del espacio, que junto al recuento de sus diferentes partes regresando al punto de partida con el cero proponen también una idea de circularidad.
La historia se repite en diversos sitios con diferentes personas, pero las consecuencias son siempre las mismas en cuanto al sufrimiento de los inocentes, que no quieren más que seguir con sus vidas. La corriente de agua de un río queda como un simbolismo recurrente, que cobra sentido al aparecer un puente que cruza la frontera que Suleyman necesita atravesar para llegar a su familia en Siria, pero que la lluvia ha dejado inundado. Cuando Suleyman habla en un evento del centenario de la Cruz Roja de su experiencia como voluntario, irrumpe gradualmente el sonido de un desfile militar y la transición a las imágenes de multitud de soldados uniformados marchando, que al final compara en un montaje rápido con el desfile del orgullo LGBT, las fiestas populares, las celebraciones familiares y la multiculturalidad de las calles alemanas. La utilización de elementos simbólicos a través del montaje en la banda sonora y las imágenes plantea contrastes y vínculos que elaboran un discurso que pretende obviar cualquier posicionamiento ideológico apriorístico, pero que también sacrifica el análisis de sus causas desde las condiciones políticas e históricas. Un compromiso en su dispositivo que sitúa su discurso en un delicado equilibrio en su línea argumentativa, no carente de una problemática ambivalencia que se puede malinterpretar como equidistancia.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.