En el mundo del cine, donde a menudo se busca la espectacularidad y el sobresalto, Esperando la noche ofrece a los espectadores un viaje reflexivo a las profundidades de las emociones y las relaciones humanas con un ligero toque fantástico. La película cuenta la historia de Philémon, un adolescente que, además de cambios hormonales, cuenta con un problema añadido: el gusto y la necesidad por la sangre para sobrevivir. A pesar de este contratiempo, él y su familia viven su vida con extraordinaria naturalidad. Sin embargo, al llegar a los 17 años y empezar a vivir en un entorno nuevo, el joven protagonista se encontrará por primera vez en una encrucijada emocional con la que tendrá que lidiar para tratar de encontrar su nuevo lugar en un mundo lleno de caos. El amor, de nombre Camila, y la comprensión familiar, representan al mismo tiempo la agitación y la calidez con las que la directora y guionista Céline Rouzet busca ofrecer grandes litros de autenticidad a su historia, en mayor grado que otros elementos como el misterio y el suspense que cabrían esperar en una película de vampiros completamente libre de sustos y repleta de cotidianidad (francesa).
Con un naturalismo y una seductora extrañeza, la narración de Esperando la noche fluye deliberadamente lenta junto al río Doubs, permitiendo al espectador sumergirse en una atmósfera llena de eufemismos y emociones sutiles que no buscan otra cosa que normalizar el hecho anormal y reflexionar sobre la importancia de algo así en una vida normal. No es que abunde demasiado en eso, porque al final la adolescencia y el amor dan para lo que dan, y porque la película a veces avanza con algo de torpeza, pero el guion equilibra el diálogo y los silencios para intensificar la sensación de incertidumbre y expectación constantes. Todo es expectativa, en realidad. Y, quizás por eso, uno echa en falta, en este punto, que visualmente la película hubiese tenido más inventiva o al menos un peso tan relevante como el personal, construyendo una atmósfera quizás algo más alejada de la rutinaria vida que plantea la directora, pero al mismo tiempo más demandada por la historia en sí. Sobre todo sabiendo, una vez vista, que los momentos más potentes en este sentido ocurren en los primeros minutos de metraje, tanto en su concepto como en su ejecución (tan simple, pero que presenta de manera tan clara y elegante el concepto de la película, en la que un charco de sangre corre por el cuerpo de la madre cuando un recién nacido Philémon toma su pecho por primera vez).
Es más: varias secuencias —y la década en que se sitúa la trama— piden a gritos un acompañamiento musical acorde al espíritu de cada momento, pero solo se usa para una ocasión. Esta ocasión, claro, es de las más destacables de Esperando la noche, en parte porque sirve de contraste al resto de la narración, cuyo tono se mantiene en un punto intermedio entre la luz y la oscuridad. Apagada. Juega con los mitos vampíricos en un contexto realista y eso siempre genera atracción, incluso en un contexto tan burgués y bucólico como el que supone la Borgoña francesa. Aunque la premisa de combinar mitos vampíricos con una adolescencia cotidiana resulta atractiva, la película no alcanza una intensidad que brille con la fuerza esperada, incluso dada la juventud de los protagonistas. En algunos momentos, la narración parece insinuar una alegoría sobre la efervescencia y el deseo adolescente —con metáforas como el ansia por la sangre, el amor entre incomprendidos, las primeras experiencias en la adolescencia o incluso habrá quien vea aquí hasta los efectos secundarios asociados a la masturbación en los 90—, pero estas ideas pierden impacto por su falta de imaginería visual y desarrollo emocional más allá de lo ‹grunge›. En otros momentos, la directora Céline Rouzet es tan literal que resulta inevitable no pensar una y otra vez en la saga Crepúsculo y, dado el peso del personaje masculino y su familia en el argumento principal, directamente en el libro Sol de medianoche (donde se relatan los eventos de Crepúsculo desde la perspectiva de Edward Cullen).
En cualquier caso, la elección de la Rouzet y del director de fotografía Maxence Lemonnier reflejan perfectamente una atmósfera melancólica acorde a las emociones y los sentimientos de los dos jóvenes protagonistas, mezcla de ‹grunges› noventeros y pijos de cualquier otra década (a los que se coge cariño a pesar del poquito desarrollo que se ve en la chica). Por eso, a pesar de desaprovechar la parte sobrenatural de su propia premisa, Esperando a la noche es una producción interesante por su capacidad para reflexionar sobre la naturaleza de los vínculos humanos y la búsqueda de sentido en todo lo puramente cotidiano. Eso de lo que nadie quiere hablar y que no da ni para foto en Instagram, pero de cuya existencia a menudo depende lo demás. La parte solitaria, aburrida y a veces vacía —incluyendo aquí la interesante dinámica familiar— que se intenta rellenar con los fuegos artificiales más o menos superficiales que dan el sentido a nuestras vidas cuando las vayamos a contar.