Unas flores secas cuelgan en un poste a punto de ser devorado por el bosque asturiano. Sonidos de motosierras perturban y rompen un silencio que deviene también simbólico mientras que alguien arrasa con la maleza, dejando al descubierto el gesto íntimo de un doloroso secreto que ha permanecido oculto durante demasiados años. No hay placa ni ningún texto informativo que nos esclarezca entre quien se establece esa intimidad casi ritual en la que solo unas flores marchitas nos recuerdan a alguien que ya no está. Dos víctimas de una dictadura que ha hecho todo lo posible para que su recuerdo caiga en el olvido. Y como ellos, demasiados testimonios silenciosos que, desde las cunetas a lo largo y ancho de un país que ha mirado hacia otro lado durante muchos años, continúan recordando un infame pasado al que hay que volver para que las heridas que continúan abiertas puedan cicatrizar definitivamente.
Así, el último trabajo documental de Ramón Lluís Bande, como todo su cine anterior, nace casi desde un gesto de honesta visceralidad sugerido ya desde esas primeras imágenes. La dilatada temporalidad del plano fijo donde operarios municipales desbrozan de maleza el lugar donde dos hermanos fueron asesinados en la Nochebuena asturiana de 1937, sirve también para edificar la nada velada imagen simbólica de ese pasado lleno de sombras al que hay que volver, arrojando luz, haciendo visible lo invisible, para terminar de rendir cuentas. En ese sentido, Escoréu, 24 d’avientu de 1937, el título de la película pero también el del lugar y la fecha que figura en una lápida que nunca existió, parece erigirse como la lógica culminación de una trilogía sobre la Memoria iniciada por Equí y n’otru Tiempo y seguida después por El Nome de los Árboles.
En aquellos anteriores trabajos, Bande se adentraba en las entrañas de la Asturias rural buscando revindicar la memoria de los “fugaos”, milicianos republicanos que, terminada la Guerra Civil, se refugiaron en el monte desde el cual llevaban a cabo acciones de resistencia, siendo finalmente represaliados por el Franquismo. Y lo hace recurriendo a un austero y, en ocasiones, frustrante trabajo de arqueología fílmica en el que el relato oral, el espacio vacío y los largos planos se erigen como el único vehículo posible con el que manifestar y preservar la memoria de esos desaparecidos milicianos cuyo recuerdo está ligado a un relato oral en vías de extinción. Un autoconsciente y meditado dispositivo audiovisual, por lo tanto, que huye de cualquier mecanismo de representación dramática ficcional, sorteando aquellos dilemas morales que planteaban cineastas como Jaques Rivette o sobre los que se levantaban los monumentos fílmicos de Claude Lanzmann.
Pero si en aquellas dos películas la imagen de esos espacios bucólicos, testigos de crímenes todavía por resolver, ponían de manifiesto también una imposibilidad (la incertidumbre y el desconocimiento del paradero de todos aquellos que desaparecieron asesinados en el monte), los caminos transitados en todas ellas parecen confluir en la exhumación final que tiene lugar al final de Escoréu, 24 d’avientu de 1937. Y como en aquellas, el relato oral de esos testimonios de familiares y amigos que reconocen casi haber olvidado, entre los vaivenes y la espesura de decenas de reprimidos recuerdos agolpados a veces difíciles de escudriñar, se convierte en el pilar básico que mantiene viva la Memoria. Por esa misma razón, el corpus fílmico del cine de Ramón Lluís Bande, se construye también sobre esa cierta idea de la urgencia por preservar esos valiosos testimonios a punto de desaparecer, cuyas voces narran horrores y tragedias con la frialdad y distancia que solo el tiempo es capaz de esculpir. Una verdadera historia de fantasmas que moran bosques y cunetas, esperando a una justicia pospuesta año tras año que les permita poder descansar en paz.