Escape (Rodrigo Cortés)

El cine de Rodrigo Cortés representa una huida constante delineada por personajes que, sin saber en ocasiones por qué, se ven espoleados a una fuga que en realidad posee muchas causas pero un único denominador común: la sociedad. Y es que ya desde su ópera prima, Concursante, el cineasta gallego ha intentado dar forma a esa pulsión estableciendo un marco donde los elementos que conforman dicha sociedad inciden directamente en una situación límite. Quizá es por ello, por la naturaleza de esa huida, por lo que Cortés nunca había recurrido hasta el momento a uno de los géneros capitales que expresan tal evasión, manteniéndose alejado de unas celdas y barrotes que ya de por sí inciden en esa connotación social que de por sí posee su obra.

Con Escape, su nuevo largometraje, el realizador no solo vuelve sobre sus pasos en una obra que posee concomitancias para con su ópera prima —el enfrentamiento de un personaje central a un sistema absurdo e injusto sobre el que se ciernen individuos que buscan hacer o deshacer a su antojo, como el encarnado por José Sacristán en este nuevo trabajo—, sino además revierte el sentido que poseía el periplo de esos personajes en busca de la liberación, situándonos frente a un individuo cuyo único objetivo es precisamente el opuesto: poner fin a su libertad ingresando en una celda que le confine para el resto de sus días.

Estamos, pues, ante la glosa de algunas de las inquietudes que Cortés ha ido desarrollando con los años, pues si bien el protagonista de Escape, ese muchacho llamado N. que quiere renunciar a su nombre pese a la incompatibilidad mostrada por el sistema para cumplir su propósito, da pasos en dirección inversa a esa huida propuesta sobre el papel, en el fondo no deja de buscar evadirse de las legislaciones y preceptos de organismos e instituciones que se supone deben dictar leyes cuyo sentido de la justicia es relativo. Así, y aunque el cineasta no arroja luz sobre qué impulsa a N. a tomar esa drástica decisión, lo que se deriva de ella nos lleva a un recorrido teñido por el dislate y embebido en una negrura que subyace de su humor y afila, por ende, una discursiva que ni siquiera se siente como tal.

Escape es, de este modo, un film que huye de toda disertación política o social, integrándolas como parte de un todo pero sin que se sientan forzadas o maniqueas, privilegiando así la consecución de un tono que comprime su naturaleza a través de esa vis humorística, de los numerosos escenarios de los que se irá surtiendo Cortés —cabe destacar, en este ámbito, la habitación de esa psicóloga penitenciaria interpretada por Blanca Portillo, que emerge como extensión de lo que se podría considerar una pesadilla kafkiana por momentos— y, en especial, de la interpretación de un Mario Casas estupendo, que comprende a la perfección la esencia misma del film.

Esa naturaleza rabiosa y libérrima que parece contener el nuevo trabajo de Cortés, choca sin embargo contra una narrativa encorsetada, que lejos de aportar al conjunto una intensidad y fuerza que sí poseían, por ejemplo, tanto las construcciones visuales como ese endiablado sentido del ritmo de Concursante, no halla los estímulos adecuados haciendo que el film se resienta y no posea esa capacidad de regeneración y sorpresa tan necesaria en un relato que funcionaría mejor de ser desbordante, pero termina preso por una extraña vaguedad. Cierto es que ello no atenúa las virtudes de una obra cuyo diálogo resulta tenaz, y se traduce además en secuencias que captan dicho carácter con habilidad, pero tan cierto como que un punto más de imprudencia, de frescura, habría hecho de Escape un film tan esencial como lo sigue siendo su ópera prima.

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