Errementari me hizo pensar, en más de un aspecto, en otra producción vasca reciente: la multipremiada Handia (Aundiya), de Jon Garaño y Aitor Arregi. Más allá de su contexto histórico (años siguientes de la Primera Guerra Carlina) y el hecho de haber sido rodadas íntegramente (o casi, en el caso de la segunda) en vasco, existe un detalle formal que en cierto modo las aúna y que, en mi opinión, puede ayudarnos a entender dónde residen aciertos y desaciertos de cada una. Me refiero a la composición en pequeña escala de grandes acontecimientos. El caso más obvio, presente en ambas películas, es la escenificación de campos de batalla mediante una cuidada selección de planos cerrados, para mostrar cuerpos y objetos que aparecen y desaparecen entre la niebla. Hablamos, básicamente, del hecho de servirse del detalle para sugerir la totalidad; apelar a la confusión para sortear la inmensidad. Un recurso que tanto la película de Paul Urkijo Alijo como la de Garaño y Arregi emplea nada más empezar, a modo de contextualización tanto formal como espacio-temporal.
Ambas películas recurren, además, a la toma de un contexto histórico como escenario para dibujar una fábula de tintes existencialistas, consistente en el desarrollo de un cuento popular. Sin embargo, mientras una parte de lo concreto (dos hermanos temporalmente separados por la guerra) para irse encaminando hacia un plano más abierto (la gira mundial de ambos personajes, para exhibir las anómalas características físicas de uno de ellos), la otra parte de una premisa (casi) universal (la lucha entre el bien y el mal —encarnada por un herrero y el mismísimo diablo—) para centrarse en los acontecimientos que se dan en un espacio más reducido (el encuentro, dentro de un pequeño pueblecito, de un herrero y una niña). Y esta pequeña diferencia es probablemente la que da la victoria al título dirigido por Paul Urkijo Alijo: mientras que en el caso de Handia (Aundiya) las formas pasaban finalmente factura al producto (los recursos minimalistas no terminaban de encontrar el encaje en una historia cuya inmensidad requería más ambición), en el caso de Errementari la sugerencia y la sutileza se presentan como los recursos ideales para una película que, a pesar de tener un punto de partida grandilocuente, centra toda su acción en un marco más bien reducido.
Del mismo modo que en el campo de la grandiosidad la película opta por la sugerencia y la exhibición parcial (probablemente, por una prudente decisión derivada de una plena conciencia de las posibilidades técnicas), en el campo minimalista no desaprovecha ninguna oportunidad de lucimiento. Así lo demuestran la fantástica disposición espacial conformada por todos los bártulos, amontonados y oxidados, que reinan el interior de la residencia del temible herrero (errementari en vasco), o el logrado disfraz de demonio en que se enfunda un resultón Eneko Sagardoi (quien encarnara, de hecho, al gigante bonachón de la mentada Handia). Esta combinación de sugerencia (para lo grandioso) y detallismo (para lo pequeño) hace evidente todo el cariño que se ha evocado en esta modesta producción que es en realidad Errementari; prueba de una autoconciencia (en tanto que película menor) gracias a la cual resulta (relativamente) fácil ceder a determinadas concesiones y entregarse al disfrute de un producto insustancial pero defendido con dignidad y elegancia.