Si con su anterior largometraje, la notable y reivindicable Bait, Mark Jenkin se alzaba como una de las voces más sugestivas del panorama actual, engarzando a través de una afilada línea discursiva donde confrontar tradición y modernidad un dispositivo que apelaba a lenguajes, de alguna manera, pretéritos desde los que componer un estimulante mosaico, Enys Men no parece haber perdido ni por un instante esa capacidad fascinadora que apela de forma intrínseca al poder de las imágenes, radicalizando más si cabe una propuesta que por momentos se muestra puramente ensayística.
El cineasta británico nos traslada a una isla en mitad de la nada donde la rutina marca el día a día de su protagonista, una mujer que anota rigurosamente en un cuaderno cualquier ligera percepción que pueda otorgar un sentido distinto a ese exhaustivo control. Es 1973, y la aparente quietud da paso a pequeños apuntes visuales que advierten el cambio estacional —esas hormigas recolectando comida— mientras la repetición se adueña de la parcela narrativa en un significativo bucle que desliza la temporalidad como uno de los elementos capitales del film.
No obstante, y si bien ese aparente sosiego que desprenden las primeras estampas trenzadas por Mark Jenkin se percibe cierta extrañeza, como de sinuosa cocción, de hervidero que en cualquier momento podría terminar estallando —algo que sugiere también el misticismo de esa isla, con su propia fantasmagoría representada por una solitaria estatua, así como algunos de los espacios que frecuenta la protagonista—, el calculado montaje ejecutado por el británico restituye como si nada hubiera sucedido ese hábito, ese constante goteo de secuencias que bien podrían ser reproducciones exactas, si no fuera por el avance temporal reflejado en la libreta del personaje que parece ejercer un singular equilibrio sobre el paisaje.
La gran virtud de Enys Men durante esos primeros minutos es el de contener una dimensión narrativa supeditada, con concisión, al plano visual y a todo lo que se estriba del mismo: es así como la imagen toma una nueva concepción a través de la sugestión, conectando pasado y presente, pero dotando además al relato de un halo ‹fantastique› en el que anida el horror más surreal. La presencia de un grano muy característico, la inquietante personalidad de subyugantes estampas donde la configuración de cada plano y el uso del zoom resultan capitales, y la aspereza de un montaje escarpado otorgan al film algo que va más allá de la consecución de un tono o una atmósfera.
Probablemente, y quizá ello contraste con la minuciosidad de un montaje por momentos abrupto en demasía, se echa en falta algo de concisión desde la que apuntalar el relato y, al mismo tiempo, dotar de cierta intensidad a una atmósfera cuya barroca construcción se nutre acertadamente de esos apuntes sonoros que se deslizan de la cinta y que, pese a pecar de enfáticos y obvios en algún instante, dotan de un carácter muy concreto al trabajo de Jenkin, disponiendo así un abanico tonal de lo más atrayente, capaz de conjugar ese inquietante horror a plena luz del día, incluso bajo el influjo de esa luz tan tenue y característica de las islas británicas.
Con Enys Men estamos, en efecto, ante una obra que se muestra exigente, pero que a cambio puede llegar a ser tan turbadora como absorbente; cualidades que, aunque no sostiene a lo largo de su metraje, confirman la capacidad evocadora y transformativa de unas imágenes que se alzan como bastión inquebrantable de su cine, invocando campos donde desde lo memorístico hasta lo irreal e ilusorio que apela directamente a fantasmagorías de otro tiempo (y estado) se manifiestan con un arrojo que hace valiosos todos y cada uno de los 90 minutos que se extiende el nuevo trabajo de Mark Jenkin.
Larga vida a la nueva carne.