El próximo 4 de agosto se estrena en cines Algún día nos lo contaremos todo, adaptación de la novela homónima de Daniela Krien dirigida por Emily Atef, que compitió en la sección oficial de la pasada edición del Festival de Berlín. La cinta es un ejercicio de memoria que, pese a contar con grandes ideas sobre el totalitarismo, la identidad y el paso del tiempo, no llega a construir una historia con el empaque y la tensión necesarios para justificar sus dos horas largas de metraje. Charlamos brevemente con su directora.
Rubén Téllez: ¿Cómo surge la idea de contar esta historia?
Emily Atef: La verdad es que leí la novela de Daniela Krien en 2012 y la historia se apoderó de mí completamente. Es una historia que me parece totalmente atemporal, que ha podido pasar en el mil trescientos, en el mil setecientos, en el mil novecientos… da igual, no tiene una fecha dentro del tiempo. Es un ‹amor fou›, como lo llamamos en francés. El amor loco, totalmente prohibido. Lo que me también atrajo mucho de la novela fue la descripción física de ese amor. Y la naturaleza. Cómo la plasmaba. Me sorprendió mucho porque me di cuenta de que hay muchas películas sobre la caída del telón de acero, pero siempre transcurren en la ciudad, nunca en el campo. Lo que más me atrajo fue que era el punto de vista de una chica de diecinueve años. La historia estaba contada a través de sus ojos. Es esta chica la que quiere hacer este viaje, este recorrido sexual. Nadie la obliga. Normalmente, cuando ocurre una cosa así, se le impone un viaje sexual. En este caso, no. Es ella la que quiere experimentar, la que quiere lanzarse a ello.
R. T.: Viendo la película, uno no sabe si la relación entre la protagonista y el granjero tiene una carga simbólica, siendo ella una representación de toda esa gente joven que va a poder vivir una vida nueva en una Alemania unificada, que va a poder marcharse a la ciudad a buscar nuevas oportunidades, y él una encarnación de la vida en el campo, de los años de la RDA, o si sencillamente es una relación entre dos personas y punto.
E. A.: Henner, el personaje, es muy complejo. Casi se podría decir que es un personaje de Dostoievsky, de las novelas que ella lee: los hermanos Karamazov, etc. Lo que ocurre con él es que nunca ha encontrado su lugar. Ni ahora, ni antes. Cuando cuenta la historia de su madre, es terrible. Él no es ni de la Alemania de antes, ni de la de ahora, ni de la del futuro. Se ve, se palpa que no está listo para enfrentarse a la sociedad capitalista que de pronto irrumpe. Se ve muy bien cuando va a un bar a pedir una cerveza. No sabe qué contestar, qué decir, tiene incluso la sensación de que la chica se está riendo de él. Puedes verle y saber que no sobrevivirá en esa nueva Alemania reunificada. Johannes, el novio de la protagonista, sobrevivirá sin ningún problema. María está ahí, está muy bien, pero no es el fin de su vida, a pesar de que la quiere mucho. Porque su verdadero amor es la fotografía. Lo ha descubierto y ha descubierto que con la reunificación va a poder dar rienda suelta a su ambición. Sigfrid, su padre, también se adaptará, tendrá éxito, ya sabe lo que tiene que hacer para que la granja vaya mejor. Hay que pensar, también, que el hermano de Sigfrid no sobrevivirá. Él tiene un papel pequeño, pero no sobrevivirá. La caída del muro fue brutal. O te adaptabas a la nueva Alemania o te morías. Yo diría que no, no hay una metáfora. Porque María no es como Johannes. Él sabe muy bien lo que va a hacer. María sigue estando en su burbuja de literatura rusa, de sentimientos enormes, no tiene amigas, no simboliza a la juventud del año noventa. Henner también está en una burbuja, en su burbuja. Y entre los dos crean una burbuja para ambos, una burbuja de sexo y literatura que luego se convierte en amor. En realidad, él es un extraño. No pertenece a ningún sitio. Está roto. Sabes de antemano que no lo conseguirá. Pero ella se sabe que sí lo hará.