Ganadora del Premio a Mejor documental en el Festival de Berlín y nominada a siete premios Ariel, El eco, la cuarta película de Tatiana Huezo, es un ejercicio de impresionismo cinematográfico que, a través de pinceladas cortas y sutiles, despliega sobre la pantalla una red de ecos, reacciones y descubrimientos infantiles que le sirven para reflexionar sobre la muerte, el paso de la niñez a la adolescencia, la muerte, el machismo, la estratificación en clases y los sueños perdidos entre las costuras de un mundo injusto. Charlamos con su directora en una conversación junto a los medios Entrefocos, Butaca y butacón e Historia del cine.
El eco es un lugar maravilloso, muy bello por la naturaleza que le rodea y tú ensalzas esta naturaleza haciéndola parecer un personaje más dentro de la película. Esto me resulta muy interesante porque planteas un modo de vida que quizá resulta muy distinto y distante a la mayoría de personajes que podamos ver en la película, yo incluido. Entonces quería saber si crees que se ha perdido en cierta forma esta cercanía con la naturaleza que nutre tanto a los personajes de El eco y cómo de importante consideras la naturaleza.
Tatiana Huezo: Desde que conocí el lugar, la verdad es que el entorno, el espacio, me enamoró muy pronto y siempre en mis películas pongo una gran atención en el espacio cinematográfico, por así decirlo, que no solo es el lugar donde va a habitar la historia. Lo veo mucho en la construcción de este espacio, que de alguna forma representa o es parte también de la identidad de los personajes, y que también cinematográficamente es, valga la redundancia, un espacio, una herramienta, un elemento narrativo que se vuelve paisaje emocional también de los personajes. En el caso de El eco, después de cuatro años de investigación antes del rodaje y de haber descubierto cómo el clima cambiaba tan drásticamente de una estación a otra, supe que ese cambio drástico en el paisaje iba a ser un personaje más de la película, porque define en gran medida la existencia de los personajes. Supe que iba a ser una película de ciclos, y que el vestido, el entorno principal que es el paso de una estación a otra a lo largo de un año iba a darnos también la sensación de que los personajes crecían, porque para mí el primer motor de historia fue querer hacer una película sobre crecer y sobre su significado. Cuando empezamos esta investigación de campo que duró cuatro años antes de rodar, en muchos momentos fui con el fotógrafo, y uno de los retos visuales era en la película el lugar, el eco, espacio, tendría que ser como un ser vivo, como un ente vivo que se transforma, que se sacude con el viento, que llega el invierno y se vuelve azul y se congela, que llega la sequía y aquello se vuelve un desierto, que llega el agua y se inunda el valle, porque es brutal cómo casi se vuelve un lago parte del valle donde pastorean las ovejas. Entonces era una consigna de alguna forma trabajar el espacio con esta fuerza, y eso tiene que ver también con haber entendido de una manera profunda el vínculo que tienen estas familias y estos niños con la tierra, y esta consciencia brutal que estos niños tienen de que en la tierra está la vida, de que de ello depende todo, su supervivencia, algo que de alguna forma permea también sus almas, sus juegos, su forma particular de estar en el mundo. Entonces todo esto yo lo pude percibir con mucha fuerza durante la investigación, y también hay como una nostalgia que me llegaba, como algo de qué lejos estamos de todo esto, nuestros mundos individuales, cómodos, pero hay como una raíz, algo que se ha quedado lejos y que también es nuestro, también nos pertenece porque un poco de ahí venimos todos.
Tus anteriores trabajos, El lugar más pequeño, Tempestad y Noche de fuego eran historias más duras, más desgarradoras que El eco, aunque en esta también hay tristeza en la realidad que se cuenta, en la situación de las familias, pero sí que es verdad que tiene una mirada como más entrañable, sobre todo hacia la educación como única herramienta de progreso para salir adelante que se ve mucho en esta película, ¿en qué se diferencia esta película al resto y por qué te decidiste a contar esta historia?
T. H.: Qué bien que lo notas, y que conoces las películas anteriores, porque yo creo que uno de los motores principales para haber hecho esta película es que quería seguir hablando de México desde un lugar diferente, menos oscuro, y voltear la mirada hacia otras cosas que son también muy importantes, como la crianza, como el cuidado de la tierra, como el aprendizaje… Llevo más de quince años trabajando con temas muy oscuros, muy dolorosos, con una herida que atraviesa México por la violencia, por la impunidad, por la desigualdad, y todo lo que una hace, una película tarda tanto tiempo en hacerse, cada película son al menos tres años de tu vida, inmersa de lleno en un universo, en unos personajes, en unos testimonios, y parte de esa oscuridad se te queda guardada invariablemente. Así que llevo quince años trabajando con ese dolor y mi alma y mi corazón necesitaban una pausa porque son temas igualmente súper importantes que seguramente voy a retomar más adelante pero mi alma necesitaba una pausa de este dolor y poder trabajar con algo que fuera más luminoso, alegre, entrañable, amoroso, que me abrazara. Yo necesitaba una película que me abrazara, que fuera como un abrazo para los próximos tres o cuatro años cuando la planteé, un tiempo en el que pueda estar sin pesadillas, sin tanto dolor en el estómago. Ese fue uno de los motores, y el otro motor era hablar sobre lo que significa crecer, en parte porque me encuentro en medio de la crianza de una niña también que en la época en que la rodé tenía la misma edad que los personajes, ahora casi que estoy en un duelo, porque se ha vuelto adolescente y esa niña hermosa que quería tanto a su mamá de repente desaparece, es una transición muy fuerte, pero justamente el haber estado en medio de esa crianza me daba como esta necesidad de poder guardar un pedazo de la vitalidad, de la energía que hay en ese momento en la vida que es la infancia y que desaparece muy pronto. Este es el otro motor de haber buscado esta historia, querer guardar ese pulso de ese momento en nuestra existencia y luego dije, bueno, esta peli empezó como muy subjetiva también, esta peli va a ser sobre crecer y quiero irme al universo rural porque los niños en este lugar adquieren muchas responsabilidades muy pronto, y se hacen adultos muy pronto, antes de tiempo.
¿Cómo trabajaste con los niños para que tuviesen esa espontaneidad delante de la cámara?
T. H.: Está muy cerca la cámara. La clave es el vínculo que logramos construir con ellos a lo largo de toda la investigación de campo. Fue un rodaje que duró casi dieciocho meses. No es una película de la mosca en la pared, con una cámara que no interviene, que está escondida o que observa el mundo sin intervenir. En esta película, la cámara está muy cerca de los personajes, casi sientes que los puedes tocar. Al principio, la cámara era un bicho raro; la primera semana de rodaje éramos unos bichos raros, porque llegaron los aparatos, el sonidista, que mide casi dos metros, y los niños le veían como si fuese un marciano. Pero a los tres o cuatro días, la cámara se volvió un ser más, un ente vivo en ‹set›, en los espacios, y muy pronto empezó a pasar desapercibida. Además, los niños se asomaban a ver por el ‹finder›, escuchaban por los cascos, y entendían perfectamente que nos interesaban ellos tal y como eran. Todos tienen una representación muy digna de sí mismos. La cámara estaba muy cerca y ellos se volvieron parte del aparato cinematográfico, al grado que hacían las claquetas, se cambiaban las pilas del micrófono, o le decían a Ernesto (director de fotografía), «¿en qué tamaño de cuadro me tienes?, para no salirme del cuadro y saber hasta dónde me puedo mover» Ellos lo entendían perfectamente y vivían el proceso técnico de la película.