Entrevistamos a Pedro Costa en el palau de la Virreina. El cineasta portugués visita Barcelona y nos comparte algunas reflexiones de gran interés sobre su método de trabajo personal.
Arnau Martín: Es reconocido, Pedro, tu interés por retratar el barrio de Fontaínhas. Yo, personalmente, cuando sobre todo en tus últimas películas, quizá desde Juventud en marcha (2006), detecto la idea de la suspensión temporal, de que los personajes están en cierto modo petrificados, me interesa mucho. Te quería preguntar cómo afrontas o cómo trabajas la idea de temporalidad en tus películas.
Pedro Costa: Pregunta difícil para responder. A efectos prácticos, la gestión del tiempo, concretamente en los proyectos cinematográficos, demanda una ética y una decencia. Es decir, que no se emplee la urgencia, porque cada trabajo demanda un tiempo distinto. El engranaje del cine es susceptible de ser un enemigo del tiempo, y somos conscientes de ello. El cine es una especie de tanque, un carro de combate, contra la temporalidad. Es un asunto muy complicado; el tiempo es dinero y hacer una película a veces implica tener cada vez menos tiempo y menos días de trabajo Todo está carísimo y hay mucho interés económico. En las películas aplico tiempos dilatados, específicos, e intento que se correspondan con el lugar que filmo. La comunidad con la que he trabajado es inmigrante, proviene de Cabo Verde, y está instalada en Portugal. La cuestión es que está constituida por personas a quienes nunca les fue dado un tiempo propio. Están relativamente condenados, malditos desde el momento en el que suben en el avión o en el barco para exiliarse. Lo triste es que lo estaban desde siglos y siglos antes.
Portugal es un nuevo país donde acudir, ofrece trabajos de construcción o de limpieza en los aeropuertos… sin embargo, los tiempos de vida, de ocio, de pensamiento, de reflexión, no existen, son suprimidos, como ejemplifica Ventura en Caballo dinero (2014) o en Vitalina Varela (2019). Ellos nunca tienen un mínimo tiempo para ello… lo tienen sólo para descansar y dormir. El tiempo que les correspondería para un sueño o un proyecto, queda anulado por un tiempo de pesadilla y de oscura reflexión sobre lo que nunca se consiguió. Yo sólo puedo ofrecer tiempo, y es por eso que el cine no puede abusar de la urgencia. No se puede ir rápidamente de un plano a otro, la secuencia debe trabajarse de forma completa, pausada. Siento, yo al menos, esa obligación de no pasar al día siguiente sin haberlo cerrado todo bien. Aquí está, para mí, la concepción del tiempo en mi trabajo.
A. M.: Ahora me citabas a Ventura. De tu filmografía, una de las escenas que personalmente me han marcado más, perteneciente a Caballo dinero, fue la escena de Ventura junto al soldado petrificado. Pensando en esta idea de la petrificación, quería preguntar por esta escena en concreto, por esta idea de pensamiento sobre la memoria histórica, que creo que pretendes, pero preferiría que me lo contaras tú.
P. C.: En concreto, esa escena surgió de una conversaciones continuas entre Ventura y yo, probablemente en un bar o un café del barrio. Él me contaba muchas cosas de cuando estuvo varias veces internado a causa de sus crisis de salud. Tiene problemas de todo tipo: es diabético, esquizofrénico…. El resultado es una condena, como hablábamos. Una de las anécdotas que me contaba es que en varias ocasiones soñaba con un hombre con una capota de acero que le asustaba. Sus visiones nocturnas se mezclaban con el ambiente de los pasillos del hospital y los ascensores, y para mí eso ha sido un misterio que siempre intenté aclarar, y hablé con él sobre cómo incluir la escena. Recuerdo la conversación, estábamos paseando por la rambla de Lisboa y nos topamos con un hombre estatua, un artista urbano, como los que uno se puede encontrar en Barcelona, también. Ventura y yo reparamos en ese hombre y le preguntábamos qué representaba, además de un modo muy evocador. Se parecía a un soldado, y nos confirmó que encarnaba a un capitán del 25 de abril portugués, que fue un hecho importantísimo para nosotros, la Revolución de los Claveles. Hay, desde luego, una resonancia histórica entre lo que me contaba Ventura, los ambientes de los que me hablaba y esa figura petrificada a quien terminé invitando para participar en Caballo dinero.
Esta escena del ascensor remite indirectamente a esta Revolución, momento de una gran aflicción, desespero e inquietud para Ventura. Consistió en un momento revolucionario donde las agitaciones, las huelgas cobraron notoriedad. Para mí fue un aprendizaje y una alegría plantear la escena con estos testimonios. Fue interesante abrir una dimensión marcadamente política, pero también metafórica, con este ascensor que al fin y al cabo representa al propio cine. El cine representa muy bien esta idea del tiempo parado, como cuando un ascensor se detiene. Hay algo de limbo en la escena, de inquietud. Me entusiasmó porque todo provino del diálogo y la mutua colaboración. Las palabras de Ventura remiten desde luego a un fantasma histórico que todavía le perturba, e intenté abrirle un camino que le salvara. Aquellos fueron tiempos complicados, de guerra colonial, cuyo resultado supuso la perdición y el olvido de gente como Ventura. Creo que en esa escena se siente su perdición.
A. M.: Una de las técnicas que me encanta ver en tus películas es la del claroscuro. Pienso en Caravaggio o en Murnau, esos grandes maestros de la luz. ¿Cómo afrontas este recurso? ¿Te sientes deudor de ellos?
P. C.: Esa es muy simple. Empezó más como una imposibilidad, una limitación técnica. Sobre todo en En el cuarto de Vanda, que me pedía una paleta distinta. Sí, me reconozco con el cine de Mizoguchi o Murnau, muchos de ellos. En En el cuarto de Vanda debido a un simple problema de maquinaria y equipamiento, trabajé con ‹handycam› barata, relativamente pobre, nada comparado con la riqueza visual de los 35 mm. Y comprendí que en Fontaínhas filmaría con unas condiciones de luz predeterminado. Este barrio es muy parecido a los centros urbanos africanos, Marruecos, Tánger o Ceuta, por ejemplo. Las zonas ‹Kasbah› son muy pequeñas, son calles estrechas, pequeñísimas ,donde la luz es muy filtrada, se quiebra. Eso proporciona misterio, una interioridad muy especial.
En Fontaínhas era así y yo no tenía manera de iluminar, de inquirir. En En el cuarto de Vanda me vi obligado a adaptarme a la circunstancia. Es una película con muchos planos centrados en el rostro y mucha presencia directa de personas, sobre las que tenía que centrar la luz. Los encuadres a veces eran complicados de iluminar. No quería forzarlo, pero necesitaba conseguir, en algunos momentos sin éxito, un poco de definición que ofreciera información sobre el personaje. Los rostros se ven bastante, pero el resto de figuras quedan relativamente oscuros, porque las fuentes de luz son naturales, provienen de ventanas y son destellos puntuales. Aquí, evidentemente, podemos rastrear la técnica del claroscuro, que puede llevarnos hasta Caravaggio, que tú citabas, y a muchos otros, a los pintores holandeses, Vermeer… en sus pinturas hay muchos personajes interiores, iluminados desde la izquierda o la derecha. Hay también una suerte de degradado, zonas de indefinición que son muy impresionantes. En Rubens o en Rembrandt también pueden percibirse. Todos los retratos de este último te hacen sentir la presencia de la luz natural, con poca definición atrás y pocos objetos, a no ser que se abriera una puerta y penetrara más la luz. Yo simplemente trabajo la luz desde la dificultad técnica, también porque, en el caso de Vanda, tenía una cámara pobre. Encontré el modo de orientar la luz por pura casualidad, e intenté que se correspondiera con la realidad geográfica y arquitectónica del barrio. Felizmente coincide con esta gran historia del arte.
A. M.: Pensaba ahora en tu película Ne change rien (2009), que cuando la vi me gustó muchísimo la relación de complacencia que establecías con sonidista e intérprete, en este caso musical. Me agrada pensarla como un videoclip que va más allá, que trasciende su formato convencional y se centra en los puntos muertos del ensayo. El ensayo está integrado también dentro de la representación.
P. C.: Sí, exacto, lo resumes perfectamente. Hay varias ventajas a la hora de estar tratando con la música. Podía ser teatro, podía ser trabajo puramente cinematográfico, como hice con Straub y Huillet (2001). Este, sin embargo, era un trabajo musical. Hacía muchos años que me seducía la idea, y me surgió la oportunidad, que también la he tratado en mi última exposición aquí en la Virreina. La expresión cinematográfica admite muchas colaboraciones: con un cortinero, con un mecánico… y casi podríamos decir que en el cine hay una idea de musicalidad; de un grupo de músicos que trabajan en conjunto, que están ensayando, y que requieren atención y concentración. Sí que es cierto que el cine es un poco más confuso, caótico, distraído, atiende a sus propias repeticiones, es menos serio, encuentra cosas mucho más con urgencia, toma el tiempo necesario para producir música… En la creación musical, si no tocas una nota certera, un do, un re, en una composición, no puedes hacer nada, está mal, está desafinado, estás fuera de tono y de ritmo. El cine es más vago, prevalece una sensación de todo vale. Lo que en el cine es más aproximativo, en la música es más científico.
Yo siempre pensé más, pues en el cine se puede trabajar así, con una insistencia en la repetición, en intentar encontrar alguna materialidad. Lo que más me gustó a la hora de realizar Ne change rien fue el soporte mutuo entre cantante y el resto del equipo, que no son meros soportes. Ella no está sola, no es únicamente un foco: hay una solidaridad muy humana que emerge de la constante atención. Atención positiva en ese sentido; no es como lo viví mucho en la práctica cinematográfica en calidad de asistente. Recuerdo que si pasabas por una calle cortada en un rodaje era un poco militar, duro indiferente a la realidad. El silencio es un horror, sobre todo cuando la calle está bloqueada y nadie pasará. El trabajo del cine es distraído, más intuitivo y desconcentrado.
En Ne change rien quisimos evocar una sensación de presente que verificara la musicalidad del momento. Es un tipo de cine raro, que refleja el trabajo de lo cotidiano. No me reconozco con un cine de altas empresas, de dinero, de objetivos completamente idiotas que no tienen nada que ver con lo que debería ser este oficio, más delicado, más humano.
A. M.: Al principio hablábamos de tiempo en tus películas. Te quería preguntar por todas las tendencias actuales del consumo, que se mecen en un tiempo tan acelerado que hasta se pierde la propia noción de tiempo. ¿Crees que el cine todavía puede pensarse de forma independiente, desde la artesanía?
P. C.: Los cambios son siempre sorprendentes si sólo hablamos de cine. Todas las transformaciones son cada vez más inauditas, inesperadas en cierta manera, porque en la propia técnica del cine está la gestión de la velocidad. Por ejemplo, hace cuatro días surgió una pequeña noticia en la que la proyección digital, los proyectores 4K, se acababan, supuestamente. En Arizona, USA, empezaron a probar una tipología de proyección vinculada al plasma, a las pantallas LED, como esas que se encuentran en la publicidad, sin proyector. Son cosas que vienen con una tecnología y su economía voraz. Esto supone una mala organización del trabajo. Mi idea, mi propuesta, era que el cine se volviese cada vez más regional, trabajar en los pueblos. Instalar allí un cine propio para la gente de un lugar específico, orientado al documental, la ficción, la animación o lo que sea. Y crear pequeñas unidades de producción que impongan una seriedad, y que a través de eso puedan combatir contra algo que será cada vez menos verdadero.