Uno de los Focos de la 56ª edición del Festival Internacional de Cine de Gijón estuvo dedicado a la artista Eli Cortiñas (Las Palmas de Gran Canaria, 1979). Se proyectaron sus obras Dial M for Mother (2008), Confessions Through an Open Curtain (2011), Qella Che Cammina (2014) y The Most Given of Givens (2016), además de exhibir una instalación audiovisual basada en las piezas Paraíso Animal (2015) y Perfidia (2012) en el Centro de Cultura Antiguo Instituto. Eli Cortiñas ha obtenido multitud de reconocimientos y becas internacionales y ha mostrado su trabajo en instituciones como el Museo Ludwig, Kunsthalle Budapest, Marta Herford, el Centro Atlántico de Arte Moderno (CAAM) o el Museo de Arte Moderno de Moscú y festivales como el Festival Internacional de Cine de Oberhausen, Curtas Vila Do Conde Film Festival o el Prospetif Cinema del Centre Pompidou. A partir de la apropiación y el ‹found footage› combinado con material propio, Cortiñas elabora un discurso sobre las imágenes que cuestiona y subvierte constructos socioculturales impuestos sobre y a través de ellas con el montaje, la superposición, la contraposición, las repeticiones y otros muchos recursos visuales al servicio de la creación de una narrativa que busca nuevos puntos de vista sobre metraje preexistente y en muchas ocasiones ya conocido por el propio espectador, desafiando las expectativas y perspectivas definidas previamente. Con ella hablé de sus inicios en el cine, su formación y el paso a la videocreación, además de explorar su proceso de trabajo, el significado de la apropiación y la recurrencia en sus trabajos de la deconstrucción de los roles de género en la mujer y las distintas técnicas que utiliza en sus obras para elaborar los discursos específicos de cada una de ellas.
Ramón Rey: ¿Cómo acabas estudiando en la KHM (Academy of Media Arts de Colonia)?
Eli Cortiñas: Muchos años más tarde de haberme mudado a Alemania. Me fui a Alemania con 16 años realmente. Cumplí 17 en el norte de Alemania. Y fue un poco una decisión personal. En esa época no tenía nada que ver con el arte y con el cine tenía que ver en el sentido de que fui consumidora de cine desde muy joven. Porque tuve una socialización en el cine muy grande. Tuve la gran suerte de tener amigos mayores que yo que me llevaron a ver todo lo de Bergman, Fellini, etc y la verdad eso me abrió un imaginario totalmente desconocido hasta entonces para mí. Y me marché a Alemania por motivos personales, por buscar salir de una familia donde el rol de la mujer estaba un poco limitado. Crecí con una abuela que no pensaba que la mujer tuviera que tener acceso a la educación.
Y entonces me marché al norte de Alemania, empecé a trabajar, aprendí la lengua, terminé mi bachillerato y resultó que cuando terminé mi bachillerato en empresariales —que lo decides un poco antes para que tenga una especie de dirección, así funciona el sistema en Alemania—, de repente me di cuenta de que quería hacer cine o de que quería trabajar de manera audiovisual. Y me dieron una beca los alemanes para estudiar un año en una escuela de cine en Dinamarca. Me fui entonces a Dinamarca por un año a estudiar en Ebeltoft, una escuela de intercambio, que viene gente de todo el mundo y Escandinavia. Y durante ese año me contrataron porque era la única persona hispanohablante en Copenhague que sabía editar. Me contrataron para editar un documental que se había grabado en Cuba durante varios años con una directora danesa. Era un documental para cine y tenían una editora madrileña que no entendía a los cubanos del interior. Y como yo vengo de una familia cubana —mis abuelos son cubanos y nacieron en la isla— me contrataron a mí a pesar de que sólo había hecho un corto animado. Entonces ahí se abrió todo el mundo para mí del montaje. Realmente el montaje no me llevó al cine, sino que el montaje me llevó al videoarte, al ‹found footage› y la apropiación.
Cuando terminé esos tres años que viví en Copenhague, que trabajé como editora, volví a Alemania y decidí que quería estudiar en la Escuela de Arte y Medios. Porque ellos tienen un programa muy interdisciplinar muy interesante. Tenían mucha teoría del arte, que me interesaba en su momento porque yo también empecé a estudiar filosofía pero después lo dejé. Me fui ahí precisamente porque estaba Matthias Müller, porque había pintura, escultura y cine. Pero totalmente consciente de que no me interesaba el cine clásico, aunque fui a todos los seminarios del cine nuevo alemán obviamente. Me vi todo lo de Farocki, Kluge y todo el resto de directores alemanes que fueron bastante cruciales en esa época en Alemania. Eso me marcó muchísimo. Así es como llegué realmente.
R. R.: Empezaste montando documentales y ahí es dónde fuiste consciente de lo preparado, mediatizado y escenificado de su contenido. Algo que tiene mucho que ver con un sentido artificioso de autenticidad en el cine.
E. C.: Como se puede ver en la obra que están mostrando aquí Tizza Covi y Rainer Frimmel por ejemplo. Ellos trabajan en ese género que ellos han creado de alguna manera. Es neorrealismo aproximado desde otro lugar cómo ellos trabajan. En ese momento cuando entré en la edición tenía una visión totalmente naif y quizá clásica de esa antagonía que se propone siempre de lo que es la ficción y el documental. Hasta ese entonces sólo había hecho cortometrajes ficcionales, algunas animaciones —me interesaba mucho la animación y cómo se estructuraba la animación—, pero estaba clarísimo cuando empecé a montar documental que no había una diferencia tan grande. Todo lo contrario.
Lo que me fascinó profundamente fue que teniendo esa estructura, ese metraje que trae el documental que son 100 o 200 horas de material a veces, es una cosa casi a veces arbitraria y de intuición, de escuchar lo que te pide el material. Porque podrías hacer cinco películas diferentes probablemente. Al final tienes que decidir cuál es por la que vas a aportar. Y muchas veces los directores de documental se dan cuenta durante el montaje que a lo mejor el tipo de enfoque que ellos han tenido o el tipo de trama que estaban siguiendo no es la trama que va a ser la película. Sino que de repente hay una subtrama que aparece de repente en el visionado del material y uno piensa trabajar desde ese lugar. Eso me pareció una cosa totalmente fascinante y me cambió completamente la visión y para mi borró la línea entre ficción y documental. Para mí no hay antagonía entre esos dos términos.
R. R.: Hiciste cortos convencionales y de animación en principio. ¿Qué te separó de ese proceso de trabajo?
E. C.: Por un lado creo que aceptar las propias limitaciones. Me di cuenta muy rápido. Trabajo también con el ‹collage› de papel, trabajo con la escultura física. Soy realmente artista plástica y necesito un contacto totalmente directo con el material. Porque me resulta muy difícil traducir la dirección a la que quiero ir de una forma verbal. Imagínate si te pones a dirigir cine, que es un elenco de personas con las que trabajas. Hay una repartición de trabajo porque es un producto común. El cine se produce en comunidad. Y yo sentía que no era capaz de traducir con claridad la dirección a la que quería ir y eso implicaba que mi trabajo con actores, actrices, con camarógrafas… no era algo que fluyera de una manera orgánica. En parte fue aceptar esa limitación o aceptar que mi traducción tiene que tener lugar de otra manera.
Para mí estar sentada visionando material —sea material que yo he filmado, que ha filmado otra persona que me voy a apropiar— es una manera de empezar a mirar cosas. Es algo muy físico, muy intuitivo y tengo que tomar decisiones de una manera muy rápida y probar. Empezar a montar y probar y empezar a ver qué es lo que puede suceder. Tú sabes la fascinación del montaje, no te tengo que explicar. Es maravilloso cuando tienes una imagen y la siguiente y las cortas y aparece una tercera imagen. Cuando sacas el sonido y metes otro tipo de sonido, cómo cambia de repente el aura. Esos ejercicios que conocemos de Kuleshov donde ves ese hombre que le está saliendo saliva. La próxima imagen, el próximo plano, es un plato de comida. Ves al hombre otra vez con saliva y la próxima imagen es una mujer desnudándose. Una vez ves apetito y la otra ves deseo. Eso es algo que a mi me lleva y es el lugar desde el que yo opero. No fue algo muy consciente. Fue simplemente seguir mi corazón, seguir mi intuición y dedicarme a lo que de verdad me salía hacer bien. Con la ficción y escenificando me sentía un poco como una impostora.
R. R.: La apropiación sigue teniendo connotaciones negativas a pesar de que vivimos en una cultura de la remezcla y que está al alcance de cualquiera crear a partir de una obra ajena utilizando su teléfono móvil. Es una técnica más para expresarse como artista.
E. C.: Es muy extraño. Ahora me voy a Vilna, a Lituania, a hacer una muestra que titulé “Los remezcladores nunca mueren”. Precisamente porque quiero reivindicar que la remezcla existe desde siempre. El citar existe desde siempre. No sé qué es lo que pasa en esta cultura que todos producimos imágenes, todos remezclamos, todos citamos, pero al mismo tiempo hay una especie de histeria con la propiedad intelectual. Todos sabemos el problema que ocurrió con la música cuando empezó todo que la música se podía bajar de Internet y empezaron las grandes pérdidas de las discográficas. Ahí empezó una especie de caza de brujas detrás de gente que trabaja en circuitos de cine o de audiovisual no comercial. Y en los festivales como Oberhausen, festivales clásicos del ‹underground›, se empezaron a mandar a gente a juicio por utilizar música y demás. Esto es algo muy común. Los que utilizamos apropiación tenemos mucho cuidado con la música de las películas. Es algo que tenemos que hacer porque te puede llevar a un problema bastante gordo. Extrañamente con la imagen no es tan difícil.
Entonces no entiendo cuál es esta doble moral de no poder acceder. Estamos tratando de comunicar y no podemos obviar una memoria colectiva audiovisual que se conecta a partir de esos productos audiovisuales. Y a veces es necesario citarlos, a veces es necesario apropiarlos, para cuestionarlos. Para llevarlos a un nuevo contexto y poder sacarles no sólo un nuevo mensaje sino analizar qué tipo de recepción tuvieron determinados materiales en su momento. Si me apropio de Belle de jour de Buñuel en ese rol que hace Catherine Deneuve en esa película estoy tratando de llamar la atención a un arquetipo femenino que se sigue perpetuando en determinados lugares y en el cine en general. Y necesito hacer una cita literal para poder hablar de eso. Entonces no es algo que entienda y ya no pienso mucho en ello.
Cuando vienen preguntas de este tipo o cuando alguien me dice que tu obra es espectacular porque te estás apropiando… es una lucha contra el demonio el ‹found footage›. Porque por un lado tienes que mantener el espíritu del material que estás utilizando al que respetas y al mismo tiempo tienes que hacerlo tuyo. Y hacerlo tuyo es como tratar de domar un potro salvaje, que a veces no quiere de la manera que tú quieres y puede terminar dominándote a ti y no tú dominando al material. Que es algo que puede pasar en algunas obras, que al final retrospectivamente te das cuenta que la fuerza de la obra viene precisamente de ese material seductivo y tu parte artística que trae a lo mejor no logra del todo dominarlo y hacerlo suyo. Es el precio que hay pagar por dedicarse a lo que yo me dedico.
R. R.: Sin embargo las referencias a la nostalgia de otras épocas están en el cine más vivas que nunca. Aparecen por ejemplo cosas como Ready Player One (Steven Spielberg, 2018), que es una referencia tras otra sin nada más, y la gente se vuelve muy loca con este tipo de productos.
E. C.: Sí, eso es extrañísimo. En el momento que empiezas a citar sin añadirle nada nuevo… no sé, creo que es porque la gente a lo mejor se reconoce en ese tipo de películas o imaginarios y, mientras más intactos lo dejes, más se puede conectar con su propio pasado, con su propia historia. A lo mejor cuando te apropias y consigues encontrar tu voz dentro de eso, es algo que crea algún tipo de roce.
R. R.: Existe una diferencia fundamental en la experiencia de acercarte a una obra como la tuya, que es más de instalación, que con la del cine. ¿Cómo planteas esto en tus creaciones?
E. C.: Casi nunca lo sé al principio, porque la manera en que trabajo a veces no es tan claro en principio el tópico del que quiero hablar. Sino simplemente por el hecho de tener inquietudes que voy trabajando en una pieza. Por ejemplo, en una de las piezas que mostré ayer sobre el génesis del cine en los países africanos, sobre toda esa etnografía que se produjo para crear esa Otredad desde esos imaginarios totalmente raciales de esa época, eso llevó una investigación de más de un año. Y obviamente quedan residuos de esa investigación que no he podido totalmente plasmar en esa obra, porque en algún momento tienes que decidir dónde pones el foco. Esos residuos me están llevando ahora a otra temática donde empiezo otra vez a tratar las máscaras etnográficas, la virulencia de la etnografía en los museos, en colecciones europeas y demás. Lo que quiero decir es que al principio no tengo esa claridad de pensar si va a ser una pieza de diez minutos, de siete minutos, de un canal, de tres canales…
Voy coleccionando el material. Lo primero que hago es mirar todos mis discos duros, empezar a revisar el material que no he usado. Porque lo que me gusta mucho también cuando yo filmo —yo grabo muchísimo—, voy viajando y voy filmando muchas cosas. Pero me gusta tener una especie de acercamiento a la filmación que llamo el “concepto Jonas Mekas”. Es el concepto de no poner la intención en la imagen que grabo, sino cuando la imagen ya está grabada más tarde en la edición la vuelvo a mirar, la vuelvo a repensar y ahí le pongo la intención a la imagen. Se la pongo en el momento no en el que la creo con la cámara sino en en el momento en que la voy a montar. Y en ese proceso es cuando empiezo a entender si la obra necesitar ser de un canal lineal porque sólo necesita contar en el tiempo. O si necesita contar en el espacio y hasta qué lugar quiero controlar la narración y hasta qué lugar le quiero dar al espectador una posibilidad de jugar, de ver repeticiones, de unir de otra manera. Y eso ocurre en medio del montaje. A veces no sé exactamente hasta que no tengo más o menos mitad de la obra montada si va a tener una calidad que va a funcionar bien en el cine o si va a tener una que funciona más en lo instalativo. Eso ocurre casi siempre al final.
R. R.: Tampoco eres nada fetichista respecto al soporte: usas fotoquímico, digital, vídeo…
E. C.: Obviamente a mí me seduce de la misma manera la emulsión en el film. A todos nos gusta la alquimia. A todos nos gusta ese tipo de proceso químico y esa historia del material, del metraje. Yo asistí a edición de cine de 35 mm en el norte de Alemania. Aprendí a utilizar la moviola y también tengo un amor y una nostalgia por ese tipo de materialidad, pero no juega un papel para mí tan importante. No sé si es cuestión de mi generación —en el sentido que he crecido totalmente marcada por lo audiovisual—, aunque nací en el 79. Pero me siento muy cercana a cualquier tipo de material en movimiento y de hecho las nuevas obras que estoy haciendo ahora son incluso mucho más heterogéneas. Estoy utilizando un montón de material de Youtube, un montón de material que tiene problemas de resolución.
Pero precisamente como habla Hito Steyerl de esa “imagen pobre” —la imagen ‹low-res›—, me gusta también mucho trabajar con esa imagen. Es una imagen que se ha vuelto la imagen documental, porque es la imagen que se utiliza por ejemplo en los proyectos de guerra. Todas las cámaras que llevan los tanques, todo el material que acaba en los telediarios, es un material que viene ‹low-res› casi siempre. Que viene filmado con móviles, con drones… no veo ningún tipo de jerarquía, de valor, dentro del tipo de metraje que se utiliza para contar lo que necesitas contar. El espectador puede sentirse más unido incluso cuando se encuentra con un material que es más amateur, que es un material que también él puede producir. Hay algo más democrático quizá también en ese lugar que nos separa a los artistas y cinematógrafos un poco menos del público.
R. R.: En Dial M for Mother aparece este concepto de la representación de la mujer en el cine a través de la madre abnegada y del sufrimiento. La crítica a los roles de género aparece recurrentemente en tus obras también, conectado quizá a algunos elementos biográficos que has mencionado. ¿De dónde viene esa aparente obsesión por Gena Rowlands?
E. C.: Ser feminista y estar interesada en revelar y darle la vuelta a arquetipos misóginos producidos desde la mirada del hombre en el cine y en cualquier tipo de producto audiovisual o medial, me interesa como mujer en el mundo. Porque soy una mujer con un cuerpo de mujer en un mundo que sabemos que va dominado por los principios que va dominado. Y más ahora que tenemos un renacimiento fuertísimo de la misoginia y la violencia contra el cuerpo de la mujer. Para mí eso es algo completamente intrínseco a quien soy, aunque hubiera tenido una vida como La casa de la pradera. Me gusta hacer hincapié en eso, que es una decisión muy consciente.
Gena Rowlands no me obsesiona tanto. Es una de mis actrices favoritas y soy muy amante del cine de Cassavetes precisamente por la manera en que Cassavetes producía. No grababa como se suele grabar el cine de ficción, que es hacer planos si te mueres al final de la película como actriz grabas la muestre el segundo día de rodaje. Él lo trabajaba de una manera más como en el teatro. Trataba de que los actores desarrollaran sus roles y pudieran entrar en esa persona que se le llama a cuando tomas el rol. Y para mí esa manera de trabajar de Cassavetes es esencial a su obra y esencial a un modo de producción que me gusta mucho y que respeto muchísimo. Si hubiera seguido trabajando con actores —o si lo hago algún día—, ese sería un método que me gustaría aplicar. Pero elegí esas tres películas de Cassavetes, porque en esas tres películas aparece una idea de madre diferente.
En A Woman Under the Influence (1974) ella es una madre que ama a sus hijos, pero está inestable mentalmente y se vuelve un peligro. Entonces la alejan de sus hijos. En Gloria (1980) es una mujer que no tiene hijos y conscientemente no quiere tener hijos. Matan a sus vecinos puertorricanos y sobrevive uno de los niños, que se pega a ella y la obliga a sucumbir a un rol de madre que ella se niega toda la película a querer entrar. Al final lo hace. Y en Opening Night (1977) es una actriz que está envejeciendo. Se da cuenta de repente que se ha decidido por la carrera y no por la vida familiar y de repente se da cuenta de que como mujer mayor ya no hay roles para ella. Su chófer atropella a esta chica, a una de sus fanes, y ella empieza de repente a imaginar que esa chica es su hija. Fue una decisión totalmente consciente de utilizar tres roles que de alguna manera circulaban sobre la idea de maternidad y contrarrestarlos con la voz de mi madre en esas grabaciones de cuatro años. De ahí surgió la idea conceptual.
Y trabajar con Gena Rowlands es horrible en el sentido de que tardé medio año en la edición, en encontrar la manera de cómo hacer creerle al espectador de que mi madre —su voz— estaba persiguiendo a Gena Rowlands. Porque Gena Rowlands es un coloso, es una interpretación estelar sobre todo en Opening Night. Entonces la única manera que pude encontrar para que esa voz en off en castellano, que no tiene fuerza y no tiene cuerpo pudiera luchar contra ella, fue no dejar a Gena nunca hablar. Siempre cortarle la palabra, que siempre reaccione y que ese teléfono esté continuamente sonando. Se vuelve una especie de mantra perseguidor que realmente cree ese tipo de persecución para que podamos creernos que Gena está siendo perseguida por la voz de una figura maternal, o una voz interna. No se sabe en el fondo. Como apropiadora de ese material fue un trabajo muy duro lograr encontrar ese balance y crear esos roles.
R. R.: En Confessions Through an Open Curtain llevas esto a algo más global, a las distintas formas que hay de ser mujer y cómo las mujeres al final tienen que doblegarse a determinada manera de ser proyectada por la misma sociedad. El hecho de que utilices películas de los años 50 tiene mucho que ver con esa idealización tan fuerte que todavía existía en esa década de la ama de casa, de la madre y de la mujer que tenía que cumplir cierta función y expectativas.
E. C.: Como sabemos también el rol de la mujer estuvo muy afectado por las dos guerras mundiales. La mujer accede de repente al trabajo, pero cuando termina la guerra se le vuelve a quitar el acceso al trabajo. Y toda la industria del comercio y de los anuncios trata de volver a traer a la mujer a la casa —al trabajo del hogar— y que vuelva a sentir esa especie de confort trabajando desde el hogar. No sé si reconoces en Confessions Through an Open Curtain que las voces de las dos mujeres, que es una especie de diálogo generacional, una es Mia Farrow de The Great Gatsby (Jack Clayton, 1974) y la otra es la voz de Bette Davis en All About Eve (Joseph L. Mankiewicz, 1950). Porque las dos tienen un rol interesante en esas dos películas. En All About Eve ella es una mujer mayor que está en el teatro, no hay roles para ella, y ella se subleva. Y Mia Farrow de una manera un poco extraña representa esa imagen cándida de mujer, de feminidad, pero toma un par de decisiones también muy conscientes del rol de la mujer en la sociedad de su tiempo. Era muy interesante para mi usar esas dos voces para la pieza.
R. R.: En Qella Che Cammina análogamente a lo que elaboras con imágenes, creas una superposición del rol de la prostituta que está andando por la calle con la voz de la madre y realizas una especie de contraste irónico, proponiendo una ambigüedad, una contradicción inherente a los roles que la sociedad impone a las mujeres.
E. C.: Al mismo tiempo, otra cosa fue importante para mí utilizando ese material. Primero porque viene de un film neorrealista de Carlo Lizzani. Es una pieza corta que se llama L’amore che si paga (L’amore in città, 1953), que trata sobre las prostitutas después de la guerra en Italia. En el sistema neorrealista se trabajaba con no actores, pero las mujeres que aparecen en esta película no son las prostitutas. Son mujeres que no son actrices pero no son las prostitutas. Las voces que se superponen son las prostitutas que se han ido grabando o son actrices que hablan encima de esas imágenes. Me interesa muchísimo la dicotomía que existe entre algo que se llama “neorrealista” pero que al mismo tiempo tiene un grado de artificialidad profundo por tener ese doblaje de las voces encima. Como lo que conocemos en Pasolini y en todos estos productos neorrealistas de Italia, que es una época que a mí me fascina y me encanta en el cine.
Quería jugar también con eso, quería jugar con la expectativa de un espectador acostumbrado a que un tipo de imagen neorrealista significa que te estoy envolviendo en una historia veraz, en algo que es realmente directo rompiendo la cuarta pared encima con esta pieza. Y me interesaba muchísimo que hubiera un momento disruptivo ahí con la voz que aparece de mi madre y al mismo tiempo instaurarla a ella como a un vehículo para poder explicar la narración, para contextualizar la obra, etc. De repente ella se vuelve una especie de prolongación de mi persona, pero a través de la cual me puedo permitir hablar de lo que pasa, de cómo se podría contextualizar la obra. Algo que quedaría muy mal si fuera yo la propia persona que estuviera diciéndolo, aunque soy yo la que lo está diciendo. Y me gusta muchísimo jugar con eso. Jugar con la idea de que hay un rol que se toma como un rol veraz, como un rol autobiográfico, documental, pero al mismo tiempo lo que dice mi madre al final «mis palabras son parte de un guión y la verdad no es contemporánea».
Ese es un juego con el que me gusta embarcarme muy a menudo. Romper esa expectativa y darle al espectador un poco qué pensar sobre su propia manera de mirar las imágenes. Farocki hablaba de desconfiar de las imágenes y eso es un lema total de vida para mí. Hoy más que nunca, con el grado de manipulación y de ‹fake news› en el que vivimos es algo totalmente vital desconfiar de las imágenes.
R. R.: En The Most Given of Givens hablas de la diferencia de estatus que poseen determinados símbolos culturales y artefactos según su procedencia, que es una de las consecuencias de la cultura colonial en la que seguimos todavía. Y lo haces a partir de superposición y múltiples canales eludiendo una narrativa lineal que imponga un punto de vista.
E. C.: Eso era totalmente vital en esta pieza. Fue algo que sentí desde el principio. De cualquier manera que trataba de apropiarme del material, de unirlo con mi propio material, de encontrar mi narración, me era totalmente imposible no sucumbir a ese modo de narración que terminaba perpetuando una imagen neocolonial de la historia y de la etnografía. Y eso me parecía fatal. Me parecía uno de los peligros más grandes en este tipo de ‹racconto›, de historia que quería armar. Fue una decisión bastante rápida y clara de que había que armar un juego de imágenes en el tiempo que ofreciera muchísimas lecturas posibles. Mis montajes a veces son un poco frenéticos, van de un lado a otro, se repite una imagen, se va al mismo momento. Trabajo mucho con eso para impedir que se pueda sedimentar algún tipo de narración impuesta mía y que el espectador tenga tiempo —pero no demasiado— para captar las imágenes y hacer su propia lectura.
Siempre digo que yo creo la mitad de la imagen y la otra mitad la crea el espectador. De alguna manera tengo que encontrar un lugar que dejo abierto a una lectura que se va a imponer a la que yo no tengo ningún tipo de control. Para mí esa es la parte más fascinante. Casi nunca tengo acceso a saber qué es lo que la gente ve y piensa, pero al mismo tiempo me fascina después cuando leo críticas o cuando hablo con gente que ha visto exposiciones o ha visto pases en festivales. Para mí es totalmente interesante ver qué tipo de conexiones aparecen.
R. R.: En el material que muestras de las películas de Tarzán destacas la utilización de metraje etnográfico real como ambientación que por un lado transmite cierta idea de esos pueblos al público occidental, pero también sirve para imponer esa visión imperialista a los individuos retratados en ellas cuando las reciben.
E. C.: Es una manera imperialista de trabajar, de imponerse, totalmente colonial. Lo interesante y lo terrible después de mirar todo este material es que no sólo ocurre en el Tarzán de los primeros tarzanes. En los primeros tarzanes quizá es obvio, porque es físico. Es un material que puedes ver y ves que es una proyección de espaldas. Pero cuando te pones a mirar la última Tarzán que se ha hecho seguimos teniendo una figura blanca renacentista en medio de la selva. En el caso de esta nueva Tarzán por supuesto ya no se pueden permitir no dejar que se relacione, porque el Tarzán original se relaciona con los monos y con la jungla, pero no se relaciona con los pueblos indígenas. Se le separa completamente. La Otredad está completamente presente. Pero en el nuevo Tarzán por ejemplo se le hace relacionarse y tener una relación casi familiar con los pueblos indígenas de África, pero se le pone al lado a un compañero de viaje afronorteamericano que de repente se le representa como una figura casi ridícula que no sabe cómo adaptarse a la naturaleza. Es muy fuerte.
Tienes Avatar de James Cameron que utilizo también en la obra, utilizo Star Wars, El libro de la selva, animaciones de Walt Disney… Todos esos materiales están hasta hoy… El rey león, Pocahontas, está completamente marcado por ese tipo de representación de Otredad. No ha cambiado en absoluto. Sobre todo el género de aventuras es así en Estados Unidos. Y para mí fue algo totalmente revelador darme cuenta de que es un principio que se sigue imponiendo de una manera a lo mejor ahora un poco más compleja. O digamos que ahora está tan institucionalizado dentro de nuestra mirada que ni siquiera nos planteamos que estamos continuamente perpetuando y repitiendo ese tipo de representaciones de Otredad que imponen una jerarquía otra vez del hombre blanco eurocentrista.
(Entrevista realizada el 18 de noviembre de 2018)
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.