Dos años después de presentar Irrintziaren Oihartzunak (Los ecos del Irrintzi, 2016) en la 64º edición del Festival de San Sebastián, Iratxe Fresneda (Bilbao, 1974) continúa su “Trilogía del registro” con su segunda película Lurralde hotzak (Cold Lands), proyectada dentro de la sección Llendes del 56º Festival Internacional de Cine de Gijón. Se trata de nuevo de un ensayo fílmico cuya propuesta formal es de una escala narrativa y ambiciones discursivas mucho mayores que la anterior. Una evolución coherente, sin embargo, con sus intereses sobre la visibilización de figuras ocultas del cine y su exploración de los márgenes de la historia. Usando la idea de ‹road movie›, las experiencias profesionales y vitales de la directora se fusionan con la búsqueda de nuevas imágenes y de su punto de vista, tratando de reconciliar la realidad con su recreación cinematográfica y el cine con la vida. Desde una rigurosidad del relato a través del montaje conciso y una alusión mínima a sus referentes establece toda una jerarquía ética inicial sobre el cine que sirve de punto de partida a su propia mirada vinculada directamente con ella misma como cineasta y persona. Con Iratxe Fresneda tuve ocasión de dialogar sobre sus procesos de trabajo al desarrollar sus proyectos, la ineludible e íntima relación entre vida y cine, la construcción de su mirada como cineasta, el absolutismo audiovisual de la época en que vivimos, la recuperación del legado tanto para comprender y crear el presente como sus imágenes y el fuera de campo como elemento fundamental en ello.
Ramón Rey: Lo primero que vuelve a llamar la atención en Cold Lands es el montaje, que es un poco el lenguaje natural que utilizas para crear tu propia narrativa. ¿Cómo llegas a esta expresión tan concisa de todas estas ideas, que por un lado son densas pero al mismo tiempo poseen una estructura tan clara?
Iratxe Fresneda: Tiene que ver con los procesos de trabajo. En primer lugar es interesante apuntar que los proyectos que forman parte de esto que venimos llamando “La trilogía del registro” tienen que ver con años de investigación, de estudio, de estudio de la imagen, de estudio del cine, de lecturas, de viajes, de bocetos, de reflexiones. Y todo eso facilita el alimento de la mirada. Los procesos de trabajo en los que me involucro para hacer una obra tienen que ver primero con la necesidad de contar una historia —de desarrollar una idea—. En el primer caso con Irrintziaren oihartzunak (2016) ahí lo que pretendimos hacer fue visibilizar la obra y la imagen de una mujer que había desaparecido, de una cineasta. Y para eso buscamos una forma determinada, que tenía que ver con solamente mostrar a la autora sin ruido alrededor, voces de profesionales contemporáneos, envuelto en la metáfora de una ballena varada, etc
En este caso el proyecto era mucho más complejo conceptualmente, porque una de las ideas bases sobre la que se sustentaba toda la historia era el absolutismo audiovisual del que primero habló Susan Sontag en Sobre la fotografía ya en 1973. Y después las declaraciones de Víctor Erice a Cahiers du Cinéma en el 2004 habla de eso precisamente: de ese ruido del exceso de imágenes, de esa imposición de ciertas imágenes en el audiovisual que condicionan al mismo tiempo nuestra forma de mirar, nuestra forma de pensar y de construir mundo. Ese concepto es muy complejo para llevarlo a cabo como bien dices. Y todas esas capas tenían que buscar una forma vehicular para contar, para narrar y para llegar hasta las miradas. Y de una forma muy libre. Porque por lo menos es lo que pretendo siempre, no sólo de plasmar mi visión del mundo, ciertos pensamientos, un marco teórico. También me gusta que el espectador o la espectadora pueda viajar libremente por las imágenes y hacer composiciones propias con esas imágenes, sus propias películas.
La forma, entonces, que adquiere esta idea tan compleja —tan conceptual— es la de ‹road movie›. Y es la de una mujer viajando por diferentes países, por diferentes culturas, y encontrándose en ese caminar con lugares que han sido habitados por el cine, con los rastros, con las huellas que deja, con las imágenes de archivo rescatadas y los personajes. Sincronizar todo eso tiene que ver con un proceso de trabajo que se basa en primero alimentar la mirada, prepararla para el rodaje. Tiene que ver con un trabajo de reflexión, de bocetos, de viaje para cada proyecto. Y, después de realizar ese ejercicio, salir en busca de esas imágenes con un guión previo. Un guión provisional que marca un poco a dónde queremos ir. Para eso ya he visitado los sitios, los he respirado una y otra vez. Los conozco, las he hecho un poco mías esas localizaciones. Esos son los procesos de trabajo que hago. Y luego todo eso al pasar al montaje ya está en mi cabeza. Yo ya sé qué película quiero hacer, yo ya sé qué orden hay de relato, de inicio, de final. Lo compongo antes. Luego existe un proceso creativo en el montaje, una escritura en la que se repiensa otra vez la imagen, los engarces, los puntos de inflexión que puede haber, los desvíos que puede haber en esa película. Siempre dejo un margen para los ‹detours›, para los desvíos, también en las películas. Me gustan y me gusta escaparme para luego volver. Para que no sea una línea recta narrativa.
R. R.: La película tiene un vínculo personal y profesional contigo misma por los lugares que visitas y por cómo expones tu propia mirada personal sobre el cine y tus experiencias. Esto tiene que ver con algo que muestras en la película sobre la pérdida de la referencia de la realidad en el cine actual. Con el digital y la extrema referencialidad se filma todo sin pensar y ya después se monta y se busca el sentido. Tú reivindicas lo contrario.
I. F.: Sí, debo ser un poco retro a la hora de plantearme el cine. A mi me gusta disfrutar de la imagen, pensarla, detenerme en ella. Para mí eso es muy importante. Es un fundamento de mi propuesta formal y trato de hacerlo así. Hay mucho de realidad y ficción en Lurralde hotzak. Hay mucho de ficcionar mi propia mirada, lo que voy viviendo. Pero también hay mucho de verdad, de vivencia, de esa soledad de esa especie de directora-gato, que se escapa de las compañías para poder observar, para poder concentrarse en sólo mirar sin tener que prestar atención a nada más. A un equipo que a veces es compañía, que a veces es ayuda, pero que a veces es ruido también a tu alrededor. Te complica el poder obtener ciertas imágenes que sólo puedes hacer cuando estás de alguna manera camuflada y en solitario. Tiene un precio también esa libertad. La soledad es dura. Hacer películas —por lo menos rodarlas— en solitario no es sencillo, pero al mismo tiempo he aprendido a disfrutar de ese ejercicio y me ha parecido una maravilla. Porque tienes un contacto con material real, con lo real. Y descubres que en lo real todavía existen muchas historias que se pueden seguir contando.
R. R.: Hay una primera parte en la estructura de Cold Lands en la que haces todo un manifiesto del cine con las abejas, Erice, el relato olvidado de la reina que relatas y el fuera de campo de la historia. Curiosamente tiene que ver más con las personas que hacen cine y con la vida que con el propio cine en sí mismo y las imágenes.
I. F.: Efectivamente. Es la forma de vivir la vida, es la forma de vivir a través de los rodajes, de las películas, de la profesión de la cineasta o del cineasta. Las palabras de Theo Angelopoulos cuando las escuché —las que hacían referencia al apicultor y a esa profesión que te acaba aplastando y aplastando tu vida y que se acaba fusionando con tu vida, con tu día a día—, me parecieron muy estimulantes porque creo que realmente es así. Creo que realmente el cine se acaba incrustando en tu piel y es muy complicado diferenciar la vida personal del cine. Creo que no hay diferencia.
R. R.: Vuelve un elemento, a pesar de ti misma: la voz en off como complemento a las imágenes y para reflexionar sobre ellas con tu propio estilo —que es muy metafórico—, que también es una construcción no sólo sobre las imágenes sino sobre la persona que está haciendo la película.
I. F.: Esto es el pecar dos veces. Es el dos veces no beberé de este agua y vuelvo a beber del mismo agua a la que no quería llegar. En la primera película no quería una voz en off. La insistencia de Laurent Dufreche —mi amigo, el montador de la película— fue lo que llevó a que hubiese una voz en off. Me dijo «Tú tienes que estar en esta película. En este película tú tienes que estar presente de alguna manera, aunque no sea de una manera excesivamente influenciadora». Y lo mismo ha sucedido con esta otra. Yo era reticente a la voz en off. No soy muy amiga de las voces en off. Pero bueno, en las dos películas se ha dado la casualidad de que alguna manera u otra tiene que ver conmigo. Y en este caso al final lo convertimos formalmente en una ‹road movie› de una mujer que viajaba con una cámara. Entonces eso me llevó a que tenía que estar presente. No me siento ya incómoda. Me parece más sencillo asumirme mediante la voz en la pantalla. Pero sobre todo como vengo también del mundo del sonido… a mí el sonido, la voz me parece tan fundamental en diálogo con las imágenes. Es un compendio de todo en el audiovisual, no es sólo imagen. Las películas se hacen con sonido, con imagen, y trabajar con todo ello, con las formas, me parece también estimulante. Sí, le he dado la vuelta a ese temor de utilizar la voz en off.
R. R.: Estamos ahogados en imágenes hoy en día —tu película contiene una reivindicación de esa claridad de ver de nuevo y mirar “bien”—. Pero al mismo tiempo desconocemos el legado y la historia del cine y referentes muy importantes para poder comprender las imágenes de ahora. Es una contradicción absoluta.
I. F.: Exactamente. Tanto de lo que es la imagen estática —de la fotografía— como del precine, como de la historia del cine. Para mí es fundamental porque todos esos referentes invisibilizados, ya sean de mujeres o de hombres, me parece que es importante reivindicarlos. Porque gracias a los pequeños pasos que han dado muchas personas, muchos profesionales, ahora sabemos muchas cosas sobre el cine, utilizamos los recursos que ellos y ellas han inventado experimentando, y los asumimos dentro del lenguaje cinematográfico de forma natural. No sólo como creadores o cineastas, sino como espectadores y espectadoras. Y para mí era importante por ejemplo resaltar el trabajo de una mujer fotógrafa, pionera referencial —digamos que la Dorothea Lange del Estado Español—, que se llama Eulalia Abaitua. Es una mujer que desde el Museo Vasco hace un par de años realizaron una retrospectiva de su trabajo fotográfico.
Ella hacía estereoscopia en el siglo XIX. Ella vivió en Liverpool, se trajo toda el estudio de fotografía allí. Se trajo todo el equipo, todo el material, y montó un laboratorio en su casa, en el sótano de su casa en Bilbao. Venía de una familia adinerada, pero su mirada se dirigió a ese fuera de campo de la historia que eran las mujeres trabajadoras. Todas las mujeres trabajadoras que trabajaban en el campo, que trabajaban como sardineras, que trabajaban en los muelles… y la labor de registro de todas ellas, de lo que hacían, de cuando descansaban, de cuando jugaban a las cartas, pues es una obra maravillosa y un legado maravilloso que se desconoce. Y lo curioso es que cada vez que alguien hablaba de esta mujer, lo que decía es que era una “fotógrafa aficionada”. Bueno, probablemente fuera una amante de la fotografía. Por supuesto, pero además de eso fue una profesional y una pionera. A mí me parecía importante jugar de nuevo a visibilizar ese trabajo, a esas imágenes que desde mi punto de vista no son ruido, que son únicas y que pueden tener de nuevo vida gracias a una película.
R. R.: La importancia en el cine del fuera de campo es algo que está presente todo el tiempo en tu película. Lo relacionas además con la memoria histórica y cómo el relato hegemónico aplasta todo lo demás a través de la manipulación de la realidad. Propones una ruptura para poder encontrar algo de verdad en los márgenes, para evitar la apisonadora de imágenes y de narrativas construidas previamente.
I. F.: Soy una persona curiosa desde la infancia. Ahora mismo estaba mirando esos sofás y decía «qué habrá entre los dos sofás» —en todo eso que no se ve, en lo oculto—. Me gusta escaparme por los márgenes. De ahí que me gusta mucho los ‹detours› también. Y me gusta mirar detrás de los escaparates, ir a la trastienda y enredar entre polvo, entre archivos y descubrir otras historias. Otras que se salen de los cánones que nos marcan. Y en este caso la ruptura es con un paisaje romántico en el que pienso en películas que nunca voy a hacer. En localizar, porque localizar es una de mis pasiones. Me gusta muchísimo localizar. Me interesa mucho los lugares. Los lugares como contenedor de historias, de emociones, de cosas que han pasado por allí. En este caso para mí es exactamente lo que has dicho, no lo podría decir mejor.
(Entrevista realizada el 23 de noviembre de 2018)
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.