El silencio de las moscas: cuando el suicidio es parte del paisaje
«El cine documental es una actitud ante la vida, ante la injusticia, ante la belleza.»
Santiago Álvarez
El nuevo documental del cineasta y antropólogo Eliezer Arias es violento y trágico. El silencio de las moscas, producida por Venezuela, México y Holanda, es el resultado de casi 20 años de investigación en el IVIC acerca de la epidemia de suicidios que ha azotado la zona rural de los Andes desde la década de los 90. Es un filme intimista y humano, que se aproxima a los amigos y familiares de personas que han muerto por su propia voluntad, recreando a través de una ‹autopsia psicológica› la vida de los ausentes y el rol de la sociedad en los casos de suicidios: el miedo, la discriminación, el rechazo y la intolerancia. Pero la verdadera belleza del filme recae en su lirismo paisajístico, que atenúa y disuelve lo social en lo natural. Una ciudad lejana que de alguna forma se aleja más aún. Estadísticas que se convierten en duras reflexiones acerca las relaciones intrafamiliares, la pérdida, la culpa y la soledad.
En un álgido pueblo agrario invadido por las moscas, los jóvenes han decidido tomar fertilizante para morir. Es una ejemplar metáfora del mito del progreso y la cruda realidad de una región lejana, desierta de actividad y carente de alternativas. El silencio de las moscas busca retratar la destrucción emocional que ha dejado una ola de suicidios de casi 30 años de antigüedad. Acertado es el veredicto del “Festival de Cine Etnográfico Intimalente”, efectuado a finales del año pasado en Italia: «El silencio de las moscas es un excelente ejemplo de la antropología de la emoción».
Estadísticamente, ¿Cuál es el problema planteado en El silencio de las moscas?
En la década de los noventa empezó una epidemia, una ola de suicidios en la zona rural de Mérida. Las tasas más altas a nivel internacional son de 40-45 por 100 mil, y corresponden a Estonia, Lituania y Ucrania. En Venezuela la tasa es una de las más bajas de América Latina, donde los índices más altos son los de Uruguay y Cuba. Acá los datos oficiales dicen que el suicidio ha bajado a nivel nacional, cosa que puede ser cierta, pero los informes de los hospitales de la zona rural de Mérida dicen que los números van en aumento. Los datos del 2000 me dieron una tasa casi de 86 por 100 mil: diez veces la tasa de Venezuela, dos veces la tasa mundial. Los números de los intentos de suicidio son más dramáticos aun: por cada suicidio hay veinte intentos al mes. Esto me puso a pensar. ¿Por qué se está matando la gente? ¿Por qué, si hay tantas muertes, nadie dice nada? Creo que es porque se nos hace muy fácil normalizar las cosas. Cualquier cosa, por más dolorosa que sea, se convierte rápidamente en nuestra cotidianidad.
El interés por hacer el documental nació de estas cifras alarmantes. Siempre sentí que mi trabajo como académico se estancó mucho en el dato. Tiene que haber otras formas para reflexionar en torno al tema de la muerte que no sea a partir de cifras, gráficos e informes.
¿Cómo llegaste a las dos protagonistas de la película: Marcelina y Mercedes?
Desde el principio yo quería la historia de dos madres. Yo había hecho muchas entrevistas en la parte académica. En el 2006, una estudiante de maestría vino a investigar y la acompañé en todo el proceso. Nos aproximamos al tema y a las personas a través de ‹autopsia psicológicas›: la recreación de la muerte a través de las narraciones de las personas cercanas, una reconstrucción de la memoria. Había una señora que me interesaba mucho, quien ha sobrevivido el suicidio de sus dos hijos y su esposo, todo en el transcurso de un año. Me impresionó mucho su caso, sin embargo la señora no quiso que documentáramos esa experiencia.
Tiempo después, me comentan que una chica que trabajaba en un restaurante al que yo iba se había suicidado. Quise hablar con la mamá, Mercedes, pero no me atreví ya que todo había sido muy reciente. Al año siguiente me entero que esta chica, María José, era la nieta de Juan Félix Sánchez. No hay mejor ícono del páramo que Juan Félix Sánchez, el Reverón andino. Cuando pude hablar con Mercedes la historia era abrumadora, tenía muchas aristas. Estaba el tema del conflicto entre lo urbano y lo rural, su homosexualidad, su relación con la comunidad gótica. Era todo muy impresionante. Mercedes quiso hacer la película desde el principio. Quería hacerla porque quería entender lo que le había ocurrido a su hija. No quería olvidarlo y taparlo, quería exponerlo y comprenderlo.
Empezamos el rodaje y yo no tenía todavía la segunda madre. Me cuentan la historia de otra señora que perdió a una hija, a su esposo y vivió también el intento de suicidio de otra hija que estaba embarazada. Cuando empecé a hablar con Marcelina nos damos cuenta que su hija se había suicidado meses después de María José. Me pareció una coincidencia muy interesante.
Hay un obstáculo principal en nuestra cultura: el silencio en torno al tema del suicidio. ¿Cómo lograste aproximarte y capturar historias tan difíciles de narrar para los familiares de los ausentes? ¿Cómo fue el proceso para introducirte en la cotidianidad de estas familias?
Una de las formas que encontramos para hacerlo más íntimo fue hacer las entrevistas sólo con sonido. Eso le daba a los entrevistados mucha más libertad para recordar y compartir. Conjugamos las entrevistas con distintas imágenes idílicas, casi oníricas de la zona. Uno siempre idealiza el campo, nos recuerda a la Venezuela pre-petrolera. Esto nos permitió jugar con el ritmo de la película, con la estética, con los silencios. También ayudó a establecer una narrativa más contemplativa, más enfocada en la experiencia personal, en las emociones, en las reflexiones de los familiares a lo largo del tiempo.
Por otro lado, la gente allá te habla de la muerte con un estoicismo increíble. La ven de forma diferente, hablan de ella con mucha normalidad, hasta con un poco de inocencia. Es interesante también cómo funciona la yuxtaposición del espacio privado y el público en estos casos. Muchos de los suicidios de la zona son muy públicos, hechos de forma que todos lo vean. Me parece que es una forma de decirle a la comunidad que son todos culpables. Es imposible vivir en la zona y no estar en contacto con el suicidio, no hablar de él con tranquilidad. Con las moscas ocurre algo similar, han invadido el pueblo, pero ya no molestan. Se han convertido en parte del paisaje.
Quizás esta tranquilidad con la que abordaban el tema se debe a que nosotros estuvimos muy cercanos a la comunidad, no solo durante la realización del documental, sino en investigaciones anteriores. Se formó una relación muy familiar y de mucha confianza, indispensable para llevar a cabo el documental.
Una de las secuencias más sorprendentes para mí fue la del Padre del pueblo hablando de su visita a la habitación de María José después de su suicidio. Cuenta que encontró afiches de bandas de rock, botas, ropas con estampados de calaveras. Cataloga estos objetos como satánicos y se los lleva a la iglesia para bendecirlos y quemarlos. Me pareció profundamente triste la forma en que una persona ajena decide borrar vestigios tan importantes de la identidad de María. Aún con el estoicismo con que se puede abordar el tema ¿Cómo funciona la dinámica entre la religión y el suicidio?
Cuando yo le conté a Lucrecia Martel esa historia me dijo inmediatamente que buscara y entrevistara a ese cura. La Iglesia es muy importante, en toda Venezuela y mucho más en las zonas rurales. Cuando entrevistamos al Padre fue todo muy particular. Nos empezó a contar que encerró en una habitación a los adolescentes góticos del pueblo, y afirmaba que los vio hablando con voz diabólica y caminando por las paredes.
Este cura es muy famoso por la zona porque se vende como un sanador. Es un personaje muy populista y pareciera ser que manda en el pueblo. La bendición y quema de los objetos de la habitación de María José parecía un performance. Los trató como la prueba de que hay una fuerza satánica en el pueblo. El suicidio tiene una relación muy cercana a la Iglesia. Es pecado. Es común que se vea como algo diabólico. También lo ven como algo muy cercano a la locura.
En una pieza tan compleja como esta, que mezcla la investigación antropológica, el periodismo, la cinematografía y el contacto directo con los afectados ¿Cómo logras, como documentalista, no imponer tu propia visión en el resultado final e influenciar el desenvolvimiento de la historia? O por el contrario, ¿prefieres desechar la búsqueda de objetividad?
Sí, realmente creo que es imposible que un autor no se vea en su obra. Ni siquiera me gusta catalogar El silencio de las moscas como un filme documental, prefiero el término ‹no ficción›. Muchos amigos antropólogos no les ha gustado la película precisamente por su tendencia a lo poético. Hubieran preferido una pieza más informativa, más alejada de las experiencias emocionales de los afectados. Pero esa no es mi película.
Al principio quería hacer algo mucho más global, acerca del auge de suicidios en otras zonas rurales en Colombia, México, Cuba, Venezuela y Argentina. Pero Lucrecia Martel me convenció: esa tampoco era mi película. Mi película era la historia de dos madres lidiando con la ausencia, con la culpa, con la soledad después del suicidio. No estaba interesado en algo panfletario o sensacionalista; queríamos algo íntimo, contemplativo, humano.
El trabajo fotográfico en El silencio de las moscas es realmente formidable. ¿Cómo fue este trabajo en conjunto con el director de fotografía Gerard Uzcátegui (Dauna, lo que lleva el río; Liz en Septiembre; El misterio de las lagunas, fragmentos Andinos)?
Gerard me pareció el ideal para lo que necesitábamos: un ritmo muy pausado, mucho silencio, contemplación, melancolía. Además, Gerard ya tiene mucha experiencia retratando la belleza natural de los Andes.
El trabajo fue muy espontáneo. Él y yo salíamos a trabajar sin saber qué íbamos a hacer. Descubrimos las cosas mientras íbamos explorando la zona y la historia. Planificamos muy pocas cosas. Gerard empezaba a caminar y hacía tomas por su cuenta. Me gusta trabajar con libertad.
¿Cuáles fueron tus referentes cinematográficos para El silencio de las moscas?
Nostalgia de la luz (2010) de Patricio Guzmán tiene mucha influencia en la película. Lo que me gusta de él es que es una persona que tiende mucho a lo político pero que ha logrado hacerlo de nuevas formas. En Nostalgia de la luz se logra hablar acerca de la dictadura de Pinochet de una forma muy poética, iluminada por la luz de las estrellas. La locación es en Atacama, uno de los mejores lugares para ver el cielo. También es un lugar donde todavía hay personas que escarban en el desierto buscando los restos momificados de sus familiares asesinados por la dictadura.
La otra referencia es Sans Soleil (1983), de Chris Marker. De ahí entendí la importancia de las pausas, del silencio. La habitación verde (1978) de François Truffaut fue una referencia fundamental, aunque un poco tardía. Truffaut tiene una forma magistral de mostrar la presencia de personas ausentes a través de los objetos. La obra de Naomi Kawase, quien es documentalista pero también trabaja con ficción, está muy asociada con el tema del luto, de la culpa y la soledad después de la muerte. Su cine está basado en la metáfora. El uso del tiempo en Luz silenciosa (2007) del mexicano Carlos Reygadas también tuvo mucho que ver con El silencio de las moscas; de la misma forma que la obra de Andrei Tarkovsky influenció el uso del sonido y de los planos secuencias.
El lugar más pequeño (2011) de Tatiana Huezo Sánchez, acerca de los desaparecidos en la guerra civil del Salvador también influyó mucho en la forma de conjugar rítmicamente la voz y las imágenes. De la misma forma, Shoah (1985) -el icónico documental acerca del Holocausto, dirigido por Claude Lanzmann y con una duración de más de 10 horas- nos enseñó mucho acerca de cómo hacer las entrevistas. La película está plagada de momentos muy duros y jamás se dejan de lado las emociones de los sobrevivientes.
Hay también varias obras venezolanas que se convirtieron en influencia para hacer este tipo de cine: El camino de las hormigas (1994) de Rafael Marziano, Memorias del gesto (2011) de Andrés Agustí y los documentales de Carlos Azpúrua.
¿Cuáles son tus próximos proyectos?
Me llaman la atención par de cosas. Quisiera abordar otra vez el tema de la ausencia en Venezuela, quizás a través del tema de la migración o de la violencia. No quisiera hacerlo de forma política, sino a través de dos personajes que viven en la frontera con Guyana que me llaman la atención. Son dos suizos gruñones que no se quieren ir de Venezuela, que están ancianos y viven de la pensión. Ahora uno de ellos quiere hacer una piscina y entró en conflicto con el otro suizo, quien dice que es absurdo hacer una piscina al lado de un rio.
Es un ejemplo genial del realismo mágico.