A finales del pasado mes de mayo se estrenaba La desvida, debut en la dirección de Agustín Rubio que, tras un largo trayecto, llegaba a salas. El pasado día 1 de julio, además, se incorporaba al catálogo de Movistar+, y hemos tenido ocasión de entrevistar a su director acerca de uno de esos ejercicios de género distintivos que ha dejado el cine patrio en los últimos años.
Rubén Collazos: Con La desvida llegaba a finales del pasado mes de mayo otra de esas muestras de que existen desvíos en el cine de género patrio que se alejan de los tics de la gran industria, y es que tu debut trabaja un terror muy específico y personal, quizá más cercano al de los circuitos independientes debido a esa economía de recursos pero, en especial, a cómo se amolda ese hecho a la propia producción, ¿nos podrías hablar sobre tus referencias y cómo han interferido estas en el proceso de creación de La desvida?
Agustín Rubio: En materia de referencias, soy algo peculiar: tengo el convencimiento de que es imposible no manejarlas, y también creo que es conveniente concretarlas, por razones muy diversas (para determinar la tradición en la que aspiras a inscribirte y, al mismo tiempo, la manera en que quieres diferenciarte de tus maestros y de antecedentes en general; por motivos de comercialidad y de comercialización, puras y duras…). Pero detesto los guiños por los guiños, el pastiche; eso de «¿has visto que ese plano remite a…?», como si tal cosa legitimara un texto. Quizás eso tuvo un sentido en un momento dado, pero está hecho, y muy bien, hace más de cuatro décadas, antes de que yo naciera (Brian De Palma). Esa es una vía agotada o, al menos, no válida para mí.
Con esto quiero decir que soy bastante ecléctico y muy consciente de la mayor parte de referentes de La desvida, pero para mí era una premisa primordial que estuvieran bien destilados. Por ejemplo, y por ir precisando, cuando expliqué el proyecto al productor, Emilio Oviedo, se lo vendí como «el remake de Dos en la carretera que encargaría Jason Blum», lo cual te da una idea de hasta qué punto me gusta despegarme de los films que admiro y que me sirven de inspiración; porque, ¿qué queda de Dos en la carretera en la película? La estructura de ‹flashbacks› y la disección de un matrimonio en crisis. Vamos, que está todo… pero al mismo tiempo habrá infinidad de espectadores que hayan visto ambos títulos y jamás han hecho la conexión; ni falta que hace. Otra que está en la base, y que a más de uno le producirá urticaria ver citada, es Ordet, de Dreyer: el clímax, con ese milagro incomprensible, que reescribe todo lo anterior y hace que el final sea extremadamente contundente y, a la vez, totalmente desconcertante.
Más: de La invitación, de Karyn Kusama, tomé la variante concreta de suspense: ir instilando mal rollo, amagando con un estallido violento o terrorífico permanentemente aplazado, que fuera exasperando al espectador, frustrándolo pero, al mismo tiempo, prometiéndole que, en algún momento, al final, se produciría esa apoteosis de negatividad que justificaría la adscripción al género de terror psicológico. Desde un punto de vista formal, hay rasgos de inspiración “hitchcockiana”, “shyamalaniana”, “carpenteriana” o “fincheriana”: me refiero a emplazamientos de cámara, movimientos, esquemas de iluminación… Pero, de nuevo, no son detalles concretos, sino más bien el reconocimiento de la pertenencia a una escuela (o, mejor dicho, la manifestación del deseo de formar parte de ella).
Por último —¡y perdón por enrollarme tanto!—, hay referencias no cinematográficas: como lector voraz de ficción, sobre todo de novela pero también de teatro, me ha resultado inevitable que haya una cierta impregnación de los escritores que más admiro, como Michel Houellebecq (sus ideas de la vida y, en particular, esa imagen tan desesperanzada sobre el destino de la pareja en las sociedades del postcapitalismo occidental, y cómo maneja las perchas narrativas para hacer parábolas acerca de la deriva del mundo en que vivimos: en su caso, el terrorismo islámico, el consumo de ansiolíticos y antidepresivos; en La desvida, el movimiento antivacunas) o Tennessee Williams (esos psicodramas en que las familias encerradas entre cuatro paredes vomitan todos sus rencores).
R.C.: Hablando sobre ese cauce tan personal que adquiere un largometraje como La desvida, una de las cosas que más llaman la atención es la decisión de rodar con tomas largas, planos secuencia que van dando forma y sentido al film. Háblanos un poco sobre la idea de hacer del espacio un personaje más y cuéntanos esa decisión y cuál fue el enfoque que le disteis a través del propio relato.
A.R.: La idea de rodar la película a base de tomas largas responde a razones de producción: si era capaz de escribir un guion que consistiera en unas diez secuencias, filmables en otros tantos planos, a razón de uno al día; en dos semanas podía tener un largo, lo cual desde un punto de vista de productividad es un ritmo mucho más acelerado del convencional (ya que en rodar un largometraje industrial medio se tarda entre cinco y ocho semanas, a veces más). Lógicamente, como punto de partida eso era muy bonito, y también un reto mayúsculo; porque, una vez que hube convencido al productor, ya no había marcha atrás: no teníamos dinero para ampliar el plan de rodaje, así que si por la razón que fuese hubiera llegado a la conclusión de que necesitaba una planificación más convencional, tendríamos que haber cancelado el proyecto.
Aparte de eso, el guion está escrito para un espacio concreto: una casa familiar en la que tenía el acceso gratuito garantizado todo el tiempo que hiciera falta. Eso hizo que, en la medida en que conocía el lugar al dedillo, pudiera imaginar la historia adaptándome a él hasta el más mínimo detalle o, aún más, a partir de él. Te pongo un ejemplo: el pasamanos que, en la escena del parto, se suelta, y ella le dice a su marido: «Tienes que arreglar esto»; y que, diez años después, sigue igual, y vuelve a fallar en el momento en que él está intentando convencerla de seguir luchando, de manera que ella le dice: «Es demasiado tarde»… Pues bien, ese pasamanos estaba en efecto roto en la casa. La idea me vino no nace de la nada, sino que surge de la localización. Y, como ese, te podría dar infinidad de detalles: los espejos, la despensa… Eso que a veces suena a tópico de “la casa es un personaje más” aquí es más cierto que nunca porque, realmente, trabajamos a partir de un espacio concreto, al que había aparejadas unas vivencias, todo lo cual no solo me condicionaba a la hora de escribir, sino que quería que se viera reflejado en pantalla.
R.C.: Precisamente el hecho de trabajar con planos largos y la dificultad que ello conlleva, debe condicionar muchos aspectos de la producción, pero en especial el de las interpretaciones. En ese sentido, ¿Cómo trabajasteis con los actores? ¿hubo lugar, en algún momento, para la improvisación dado el carácter más complejo de ese tipo de tomas?
A.R.: Antes he dicho que rodamos la película en diez días; de hecho fueron nueve y un par de horas de la décima jornada, en la que rodamos únicamente los fragmentos de la entrevista por videoconferencia. Para llegar a eso, estuvimos ocho días ensayando en las propias localizaciones. Empezamos trabajando en mesa, leyendo el texto, discutiendo las motivaciones de los personajes y sus arcos, marcando las intenciones de cada línea de diálogo; luego nos pusimos en movimiento, recorriendo la casa —los personajes lo hacen, recorrerse la casa de arriba abajo, prácticamente en todas las secuencias—; finalmente, incorporamos la cámara, o sea, llevamos a cabo el ‹blocking›. También es verdad que el director de fotografía, el ayudante de dirección y yo habíamos pasado una semana en la casa un par de meses antes; y en esa semana a lo que nos dedicamos fue a trabajar en un esbozo muy avanzado de la que acabó siendo la planificación definitiva. De hecho, lo que hicimos allí se pareció mucho a lo que acabamos haciendo con los actores, solo que, en esa primera toma de contacto, el director de fotografía grababa con la cámara del teléfono móvil y el ayudante de dirección y yo interpretábamos al matrimonio.
Hubo una cierta apertura por mi parte a que, en el curso de los ensayos, o de los propios planos, hubiera acciones o líneas de diálogo concretas que se cuestionaran y se corrigieran, se descartaran o se sustituyeran. Aparte de eso, los actores solían jugar a imaginar las acciones que precedían a su entrada en cámara. Pero improvisación propiamente dicha, al menos en el sentido en que se suele emplear vulgarmente, no hubo: ten en cuenta que, con un calendario tan ajustado, y en una película a base de planos secuencia cuyo ‹macguffin› consiste en un juego de pistas, plantear una metodología más flexible habría dado lugar a incoherencias de guion o a un descontrol en el ritmo que yo no quería; no los quería ni para mi primer largo ni para una pieza con un pie en el género.
R.C.: La desvida comenzó su rodaje a mediados de 2019, antes de que llegara uno de los momentos clave de la historia reciente, la pandemia. En el film se abordan temas referentes a fármacos —en especial, en torno al personaje interpretado por Tábata Cerezo— que, precisamente, han dado mucho que hablar a posteriori. ¿Cómo han sido percibidos por el espectador? ¿ha dado esto una perspectiva distinta al film?
A.R.: Esta pregunta me da pie a hablar, de paso, de la distribución tan peculiar que hemos tenido: los espectadores empezaron a ver La desvida en noviembre de 2020, con motivo de TerrorMolins, el festival de cine de terror que, en esa edición, se celebró online a través de Filmin. En esos momentos, con todo el mundo encerrado, en plena segunda ola, la película fue percibida con una cierta admiración, como si tuviera una cualidad visionaria. Sin embargo, hemos ido atravesando todas las etapas de la pandemia, y su estreno en salas (27 de mayo de 2022) ha tenido lugar cuando ya nos habíamos quitado las mascarillas; y el espectador no sabe, ni tiene por qué saber, cuándo está rodada una película. Teniendo eso en cuenta, no me extrañaría que, a falta de información al respecto, el público actual la viera como un gesto de oportunismo, o al menos desde un cierto hartazgo. Pero eso es algo que yo no puedo controlar…
R.C.: Relacionado con el personaje de Natalia, además, encontramos vías que sugieren temas muy interesantes como el uso de Material Girl de Madonna, a la que otorga un sentido subversivo. Cuéntanos cómo surgió esta idea y si realmente lo hizo como un modo de enfrentar los ideales del personaje a lo que se deduce de la letra de la propia canción.
A.R.: He revisado mis notas —tengo una carpeta con las sucesivas versiones que escribí—, y he podido comprobar que en la primera sinopsis y en el tratamiento ese detalle no estaba: la secuencia sí, y además la esencia de la estructura de la misma se mantiene casi punto por punto; sencillamente, después del susto del atragantamiento, ella acompaña al niño a su dormitorio, lo duerme, baja y discuten. La posibilidad de incluir Material Girl surgió en el momento en que me puse a escribir el guion propiamente dicho. Vi la oportunidad de poner en juego esa versatilidad de ella, que practica la floricultura, restaura muebles, hace pan casero… Que ella, que además se ocupa prioritariamente del cuidado del niño, lo arrope y le cante, me pareció algo natural. Hice que ella hubiera estado consultando tutoriales al principio de la secuencia para aprender todas esas prácticas; y que él, en el cuento que inventa para Jonah a modo de entretenimiento durante la cena, le lanzara la pulla de llamarla “Tutorial Girl”. Puestos a hilvanar detalles, me pareció que era adecuado que, en el marco del tipo de relación que ellos dos mantienen (una especie de diálogo permanente, compuesto a medias de un juego de inspiración mutua y de ataques personales), ella contraatacara con una versión de Material Girl que tuviera un punto sexy, sugerente; como si le estuviera diciendo: «Tú me lanzas esta pelota y yo la recojo y te la devuelvo convertida en esto otro, que además te va a la línea de flotación: como un halago a tu ego y también como una demostración de que, aunque quieras hacerme rabiar o reprocharme algo, yo sé que sientes debilidad por mí, que me deseas». Y sí, el uso de la canción tampoco es casual: Material Girl, como Madonna en general, representa un punto de giro generacional en el entendimiento del feminismo, con esa reivindicación tan ambivalente del materialismo y la sexualidad.
R.C.: Cada vez es más común encontrar films que implementan temáticas de un ámbito dramático desde el que otorgar otro significado al género, o incluso que desde lo dramático obtienen desvíos en torno al cine de terror, ¿crees que esas nuevas formas de mirar están incidiendo en que el género esté viviendo una nueva juventud y sea cada vez más apreciado incluso donde generalmente no lo fue (como por ejemplo en grandes certámenes)?
A.R.: Radicalmente sí. Cuando yo era estudiante (hace, ¡apenas!, veinte años), éramos cuatro gatos los que compaginábamos con naturalidad a Carpenter y a Dreyer: el terror, y el género en general (valga la redundancia: fantástico, ciencia-ficción, incluso cine negro), era percibido como algo de segunda, convencional y formulaico. Lógicamente, ahora que atrae a un público —y a un perfil de creador— más amplio, resulta factible practicar la autoría en este marco.
R.C.: Por último, nos gustaría que nos recomendases una película maldita (o desconocida).
A.R.: ¡Solo una! Qué complicado me lo pones…
Te digo la primera que me viene a la cabeza: Fotografiando hadas, de Nick Willing. Cuando se estrenó, a finales de los noventa, en Valencia al menos duró una semana. La vi la noche del estreno y me deslumbró. Las pocas críticas que yo leí fueron muy despectivas; no tengo ni idea de qué me parecería hoy en día: no la he vuelto a ver y me daría mucho reparo hacerlo y que me decepcionara. En todo caso, el desfase entre lo que yo experimenté y la recepción que tuvo me convenció de una cosa, una idea que se me grabó a fuego y se ha convertido en uno de mis mantras desde entonces: las películas hay que verlas por uno mismo y formarse una idea propia; hay que darles una oportunidad. Las opiniones ajenas, por respetables que puedan ser, no nos valen y no nos deben condicionar.
Larga vida a la nueva carne.