Los niños y jóvenes de una escuela angoleña cantan un himno por la revolución de su patria y la libertad, armados simbólicamente con rifles de madera. Las imágenes en 16 mm. con su textura cinematográfica, parecen extraídas de un reportaje de los años setenta u ochenta, en pleno conflicto civil de Angola, uno de los más largos en el continente africano, desde 1975 hasta 2002, durante más de veinticinco años, desde la guerra fría hasta el comienzo del tercer milenio. Por corte, en la pantalla se muestra el título del largometraje Entre perro y lobo, letras rojas sobre fondo negro, dos de los colores de la bandera de Angola.
Irene Gutiérrez se adentra en un drama con su segundo largometraje después del documental Hotel Nueva Isla en 2014, sobre la que se trató en una buena entrevista escrita por F. J. Guerrero entonces, con motivo de su estreno. Su trayectoria en el género documental se aprecia en otros cortos y el segmento del film colectivo Connected Walls del que forma parte, además del mediometraje Diarios del exilio. Tal como planteaba en la entrevista mencionada, no concebía de otra forma su método de hacer cine más que con un equipo pequeño de rodaje, a la manera de un cine de guerrilla, algo que cumple de forma literal con su primera incursión en la ficción, hermanada con ecos del cine de aventuras, bélico y arropados por el drama como conjunto.
Así que la cineasta parte de una secuencia documental de archivo en el colegio de Angola y entrelaza otras de soldados africanos en Angola, mediante ralentizados en blanco y negro, breves ráfagas que parecen ‹flashbacks› de los personajes. Sin embargo, la impronta del largometraje es claramente ficticia porque está tratada como un guión con narrativa clásica de planteamiento, nudo y desenlace. Ya con las intrigantes imágenes de una hojarasca que crepita por el movimiento de un animal, hecho desmentido por el primer plano que surge entre la vegetación de Miguel observando por la mirilla de su rifle, un posible objetivo, seguidas por el entrenamiento de los tres guerrilleros veteranos en la selva de Sierra Maestra. La lucha cuerpo a cuerpo. La cura de la pierna llena de moratones de Estebita por su compañero Alberto, o una presentación de tres protagonistas cercanos a los sesenta años, amigos fieles que rememoran su lucha junto a los revolucionarios angoleños. Los tres recuerdan sin nostalgia, solo actuando en un presente cargado de fatiga o cansancio por el esfuerzo de sus vidas. Un esfuerzo reflejado en sus cuerpos, mapas de su historia, paisajes tan fotogénicos y sugerentes como los valles, firmamentos o grandes planos generales de la jungla que asombran y engrandecen el metraje con naturalidad, sin abusar de la belleza silvestre del entorno.
Aunque no exista un conflicto pleno, la película prosigue su desarrollo en la expedición que acometen por los parajes vegetales de la Sierra, incursiones cámara al hombro tras ellos, siguiendo su evolución por la selva. Adentrándose hasta el encuentro con un desertor que conversa con ellos, que hace dudar al propio Alberto. Pero las motivaciones se pegan a los poros de su piel, como las cicatrices o los recuerdos de batallas pretéritas. Incluso la evocación sobre la bondad de los humanos y la condición indispensable de los luchadores eternos planteada por Bertolt Bretch, resuenan como diálogos no forzados a la luz de la hoguera.
Tal vez lo más duro de la película sea la parte final en la que los tres hombres asisten a una asamblea que desmiente la heroicidad de sus vidas por lo formulario de las consignas de la reunión, esa burocracia que destroza cualquier revolución o virtud humanista más que la deserción o la pérdida de unos ideales que solo favorecen a líderes mesiánicos, partidos políticos, religiones y multinacionales. Una dureza que resulta compensada por un epílogo evocador y abierto que deja a los tres guerreros eternos regresando a una montaña utópica. Es en esta escena cuando se comprende la grandeza de todos los guerrilleros, los luchadores anónimos que ellos representan y han participado en todas las revoluciones, en todas las batallas justas. Por encima de los supuestos vencedores, de líderes que como es el caso de Fidel Castro, aquí en su relación cubana, ni siquiera se mencionan porque ellos no son los que han perdido la vida en la lucha. Es esa la emoción que supera el tempo lento de algunos pasajes del largo, recuperando la importancia de sus vivencias, la solidaridad sin precio. La condición de perro y lobo que pasa de compañero a enemigo para mejorar la vida de los oprimidos.