Dos mujeres ya mayores pretenden por fin comenzar una vida juntas —lejos de las constricciones de su entorno social en una pequeña localidad francesa— después de décadas de mantener oculta su relación amorosa. A la frustración de Nina (Barbara Sukowa) por no dejar sus apartamentos e irse a Roma debido a que Madeleine (Martine Chevallier) elude una y otra vez el tema con su familia, se le sumará un suceso inesperado que incapacita a su compañera sentimental. El largometraje de Filippo Meneghetti establece eficazmente los espacios en que transcurre gran parte de la acción del filme en sus escenas iniciales: unos apartamentos en un mismo piso que les permite ocultarse a plena vista y guardar su intimidad, aunque contengan un rastro de años de experiencias compartidas. Pronto esa vida oculta provoca un efecto inesperado con el distanciamiento forzoso que sufre Nina por parte de la familia de su amada, que se ve incapaz ahora de reivindicar su lugar tanto físico como sentimental. Porque alrededor de este eje elabora Deux (2019) su discurso: las consecuencias del estigma y la invisibilización de cierto tipo de amor frente a otros considerados normativos. Uno que desafía la visión del mundo de la hija (Léa Drucker) y los prejuicios sobre una mujer que consideraba abnegada y que suponía jamás había reconstruido su vida después de la muerte de su esposo.
Meneghetti muta rápidamente de un estilo basado en el tratamiento de los espacios con cierta rigurosidad —con detalles de fragmentación y fuera de campo que demuestran cierta visión más allá de lo obvio, incluso en instantes más avanzados de su metraje— para tomar en sus actrices el valor expresivo máximo de sus secuencias, por encima de cualquier otro aspecto formal. Por un lado esto le permite enfocar sus esfuerzos en explorar el carácter emocional de su relato a través de un desarrollo escénico más convencional. Por otro, esto convierte la cinta en un ejercicio melodramático de recursos excesivamente evidentes, que buscan incansablemente el efectismo de cada giro narrativo por encima de construir un tono o un personaje principal coherentes. La sensibilidad en su narración respecto al mensaje que quiere capturar y llevar al espectador es innegable, pero llegados a este punto uno se puede cuestionar si el mero hecho de querer conmover a la audiencia tiene un valor cinematográfico propio que se deba alabar sin unas consideraciones estéticas ulteriores que lo apoyen con firmeza. La solución a este dilema, que se presenta al enfrentarnos a este tipo de obras de indudables valores humanos y relevancia social, no puede ser la mera complacencia.
La historia sigue los esfuerzos de Nina por estar cerca de Madeleine, consciente del beneficio que supone su presencia para ella y de su necesidad de entregarle su afecto en unas circunstancias extremadamente complicadas. No dudará en utilizar cualquier triquiñuela —mintiendo y provocando una situación laboral crítica para la cuidadora que se hace cargo de ella, entrando a hurtadillas en la casa, buscando cualquier excusa para acompañarla— en una dialéctica directa entre espacios (interior-exterior) y ámbitos personales (privado-público) cuya transgresión es la base del conflicto que plantea el director hasta su final. Sí llama la atención especialmente un puntual subrayado de las escenas en momentos clave a través de la generación de una disonancia auditiva con la intensificación de sonidos de ambiente en su banda sonora, de la naturaleza o cotidianos, cuya ejecución sirve para subrayar el valor emocional de sus planos. Lamentablemente en general su utilización de la cámara acaba con unas tomas cuya composición y montaje, en su retrato cercano del día a día de Nina, se encuentran desprovistas de otros recursos que aporten algo de subtexto o ambivalencia a su austero y más bien funcional dispositivo formal.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.