Se podría decir que, según como, el drama social llevado al plano rural se ve exacerbado, cobrándose una dosis doble de dramatismo. Como lo harían en su momento Alcarràs (Carla Simón, 2022); Costa Brava, Líbano (Mounia Akl, 2021) o incluso La promesa de Hasan (Semih Kaplanoglu, 2021) por poner solo unos ejemplos. Entre las higueras, primer largo de ficción de la tunecina Erige Sehiri, aprovecha el paisaje para camuflar una serie de heridas sociopolíticas que convergen en el sótano de un país maltrecho, de manera sutil pero incansablemente. Son las mellas que supuran el dolor causado por un pasado candente, puntiagudo y, sobre todo, mal cicatrizado. «En Túnez somos libres, pero nuestras libertades son frágiles», reconocía sin tapujos la directora en una reciente entrevista para El País. Entre las higueras mira a los ojos de la injusticia y de la vulnerabilidad enmascarada, y no claudica ante esa permeabilidad constante de quien sabe que puede volar pero que también conoce, de primerísima mano, los riesgos del vuelo. El debut de Sehiri se establece como la resaca de una revolución que explotó con fuerza pero que, lamentablemente, se marchitó entre los festejos y que jamás llegó a germinar.
Localizada en su totalidad en un terreno privado al noroeste de Túnez, Entre las higueras transcurre en una jornada laboral en la recolección de higos. Es decir, acompañamos a los jornaleros en un arduo y pesado día de trabajo, recogiendo junto a ellos, de sol a sol. La poètica minuciosa de la película domina con maestría el tiempo y el espacio (eso que gustaba tanto a Abbas Kiarostami). También presenciamos lo que los árboles escuchan: confesiones y secretos, inquietudes, preocupaciones y, sobre todo, sueños. Las leyes del campo, como sus ritmos, funcionan diferente que en la ciudad. La naturaleza es sacra, de la misma manera que todo lo que sucede en ella se sacraliza. Por ejemplo, la rotura de la rama de una higuera por parte de uno de los personajes varones es presagio de una tormenta que sabemos que llegará tarde o temprano. Mientras tanto, entendemos que la concepción del amor o de los hábitos religiosos no son lo mismo para las generaciones más jóvenes que para las más maduras. Testimoniamos el choque y entendemos enseguida cómo funciona esa micropolítica. Entre las higueras es, ante todo, una película ambiental de convivencia y de dinámicas humanas: un cuadro dramático y preciosista donde los personajes chocan continuamente entre ellos precisamente porque están vivos y se jactan de ello.
La directora filma a través de sombras y hojas, y con sumo cuidado, más detalles como por ejemplo un estallido de violencia explícita (que perpetra el capataz de la finca, un hombre, un depredador entre la maleza) y que deja al espectador aturdido. Y la cámara de Frida Marzouk salta hábilmente de árbol en árbol. Se desplaza, se desliza. Baila. Como si fuese un elemento más del escenario, del paraje, de la naturaleza que habita. Gracias a ese mecanismo, el espectador, ‹voyeur›, se vuelve un perseguidor, un observador activo que participa en ese costumbrismo rupestre. El almuerzo a mediodía, por ejemplo, supone una pausa cómoda y cariñosa, un respiro. Pero además, Entre las higueras sirve para poner sobre la mesa abusos laborales y para denunciar la explotación y la precariedad. O para evidenciar la dicotomía campo-urbe. O sencillamente metaforiza sobre la colisión de viejas tradiciones contra nuevas miradas, donde una muestra valiente de feminismo se alza para manifestar el desencanto en un intrincado debate social sobre viejas y reaccionarias costumbres.
Como apuntábamos, los ecos de la primavera árabe retumban entre la maleza y los encuadres translúcidos que dejan filtrar el sol de una forma naturalista, sin subterfugios ni trampas visuales. Las higueras se postran como imponentes edificios y forman una pequeña ciudad. En esa pequeña nación (aparentemente totalitarista, aunque sus conciudadanos se organicen y se relacionen entre sí de forma absolutamente transparente y democrática) tienen cabida los dilemas, la repartición de roles y también las muestras de respeto, admiración, amistad y amor. Es importante hacer hincapié en esto último: esta es una película de amor, un retrato a la esperanza y un canto realista al optimismo. Al final, después de un día duro de trabajo, siempre nos quedará el consuelo que supone el regreso a casa. Y el hogar siempre va a ser el hogar, para bien y para mal.