Las tardes son largas en San Fernando. La luz, sus reflejos, parecen eternos, como instantes sucesivos cuyo fin no se atisba en un futuro inmediato. El pequeño Israel habla con Saray de su dolor, de su rabia, de la venganza por el dolor sufrido. Su mirada de perfil se pierde en un horizonte infinito, la luz crepuscular baña su cara dejando entrever que el futuro depende de un hilo, de un titubeo, de un ocaso que puede ser metafóricamente esperanzador o simple prolegómeno de la noche más oscura.
Años más tarde la mirada de Israel es frontal, aunque teñida de opacidad. En sus ojos hay miedo, angustia y un cierto velo de desencanto. Asiste al nacimiento de su tercera hija pero, lo que debería ser motivo de felicidad no es más que otra piedra en el ya de por sí duro camino vital del protagonista.
Entre dos aguas retoma pues el periplo vital de Israel Gómez y de su hermano Cheíto en forma de rima con el pasado. El tiempo pretérito, los sucesos no contados son solo un fuera de campo, una elipsis narrada en palabras por Cheíto y en forma de constructo memorial por Isra. Lo que Isaki Lacuesta nos muestra no es solo el tiempo presente sino los restos de un naufragio no contemplado pero que se refleja en los surcos en la piel y en las heridas sentimentales de los dos hermanos. Un presente marcado por la reverberación inacabable de un tiempo que no acaba de irse y de un futuro que nunca acaba de llegar.
Lacuesta prosigue con esa mirada a un lugar y a unas almas que procura alejarse de la porno-miseria, del espectáculo gratuito del dolor ajeno. No obstante hay una querencia por operar en dos niveles distintos: por un lado la delicadeza de la cámara, sus pausas y su reflexión invitan a la empatía a, sin ser presas de la dulcificación, sintonizar con el dolor ajeno. Un nivel que, sin embargo, no deja de ser solo el araño en la superficie de lo que Lacuesta quiere que comprendamos. Porque, por otro lado, el interés está una vez más en las miradas de Isra: el desamparo, la rabia, la ternura por sus hijas, la oscuridad de sus deseos, su vida, en definitiva está en cada plano silencioso de su cara, de su mirada.
Los silencios son en Entre dos aguas un elemento mucho más importante a efectos de la comprensión sentimental que en su predecesora. Si en La leyenda del tiempo era necesaria la verbalización infantil de los procesos internos del sentir, aquí encontramos que la madurez se configura a través de una mentalidad lacónica y donde las palabras son más un muro defensivo que una plasmación real del torrente emocional.
Lacuesta consigue entonces no solo un film sensorial sino que permite introducirnos sutilmente en las mentes de sus personajes. Un ejercicio de fundamento introspectivo que no se basa en lo artificioso del plano estático (sin proyección futura) sino que se mueve al ritmo del fluir de los hechos, de las mareas, de la luz y del tiempo. La tarde vuelve a caer sobre San Fernando, la luz vuelve a reflejarse en el rostro de Israel, pero las palabras son sustituidas por una mirada, ahora sí clara, diáfana, frontal. El árbol, referente del pasado, es sustituido por sus hijas jugando, por un futuro que, si bien no está claro, sí tiene un objetivo, un propósito, un lugar al que ir, una orilla que le saque de ese lugar que está entre dos aguas.