Uno de los valores más extraordinarios de un cineasta es la capacidad de reconocer en su entorno algo valioso para ser filmado. Algo que para el resto nos pasa desapercibido y dejamos escapar, perdiéndose para siempre. En la primera película de Ione Atenea se puede encontrar ya una mirada minuciosa, atenta al detalle, que revela para todos nosotros una realidad muy personal de la autora homenajeando a través de su cámara a sus dos abuelas. Enero es una película sobre el tiempo, sobre sus efectos en las personas que nos rodean y su relación con nosotros. Pero además es una película sobre su propia directora y el vínculo que la une a María Jesús y Manolita. Sobre esto se intuye progresivamente con mayor intensidad la cercanía de la muerte y su percepción por dos mujeres que han vivido mucho —cada con sus peculiaridades, pero también con muchos puntos de contacto entre ambas—. Conversación tras conversación, pasando de un instante y lugar a otro, la cámara las sigue de cerca en momentos de su cotidianeidad y en espacios donde están contenidas sus vidas anteriores y su propio presente.
Las reflexiones y las anécdotas van desvelando diversos aspectos de sus caracteres y maneras de ver el mundo. Las imágenes de la directora capturan así el pasado y el legado de generaciones anteriores a ella. Enero es un registro de la memoria y a la vez memoria en sí misma del proceso de registro durante meses para obtenerlas. Su acercamiento de extrema honestidad y transparencia hace imposible que pueda eludir u ocultar su propia intervención, cada vez más significativa, en la película, preguntando, comentando. ¿Cómo se afronta cada día cuando se ha vivido tanto? ¿Son sus deseos y sus intereses tan distintos ahora de cuando eran más jóvenes? Las difrencias de clase, educación o trayectorias vitales son irrelevantes y es el camino recorrido el que toma preponderancia sobre las circunstancias en las que pudieron realizarlo. Es con las inquietudes concretas de quien maneja la cámara como se va creando un punto de vista único en su dimensión de auténtica intimidad —en cuya estructura el montaje de Diana Toucedo vuelve a ser algo clave—. Y según se suceden los testimonios, los planos de los gestos, las manos, la observación cuidadosa de las arrugas en el rostro, sus piernas al caminar, el pelo… Enero también construye un estudio sobre los cuerpos de dos mujeres en su vejez y nuestra relación con ellos.
Ione Atenea hace de su sentido de la fisicidad y de lo sensorial recursos para ir más allá de lo visual, para capturar una verdad intangible en los lazos que unen a las personas. Un ejercicio de introspección en el que ella misma es la protagonista. Aunque una vez más es igual de importante saber lo que se muestra como aquello que no. El manejo del fuera de campo supone la sublimación de su estilo formal y, mucho más importante, de su ética sobre las propias imágenes y de la relación entre ellas, las personas filmadas y quién las filma. A veces tan sólo es necesario escuchar una respiración o ver dos manos que se tocan para entender mucho más a través de esa fragmentación sobre unas emociones imposibles de desentrañar por la vía de descripción completa de la escena. Y esto se traslada al resto del film, muy consciente de esa fragmentación en la mirada de un retrato casi de naturaleza impresionista que refleja el de una directora con toda su vida por delante en directa contraposición discursiva. Con todo esto Enero se provee de una belleza desbordante. La belleza de aceptar que el final forma tan parte de la vida como su mismo principio.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.