Lo mejor que se puede decir de una cinta como la francesa es que es un intento loable de huir de ciertos esquemas ya manidos del cine social o de denuncia. De igual manera que en Intocable se usaba una historia al uso destruyendo todos los tópicos, el cineasta Offenstein intenta lo mismo en la relación que se establece entre nuestro protagonista, François Cluzet, y el polizón africano que se mete en su barco mientras el primero realiza una carrera alrededor del mundo en velero, en solitario y sin escalas.
Así, tenemos a un hombre que lo ha dejado todo, familia incluida, para poder competir y ganar en la gran carrera y que se encuentra de golpe en última posición por un molesto accidente y con otra persona en su barco, lo que podría suponer su retirada inmediata de la competición si llegara a saberse.
Es obvio que las relaciones en ese barco van a ser extremas, del desprecio y furia inicial a algo parecido a la amistad en su tramo final, aunque no logra transmitirse autenticidad en casi ningún momento. De todas formas no molesta, ya que al menos el realizador galo es consciente del problema, y opta por no incluir mucho diálogo entre los dos personajes. Lo curioso es que la película funciona mejor cuando hay incluso otro personaje a bordo, y sin palabras logra transmitir algunas buenas sensaciones, cosa que apenas consigue en otros momentos.
Cada vez que salimos del barco para adentrarnos en la historia entre la hija y la novia del protagonista, dan ganas de irse del cine a prenderle fuego a la ciudad, así de claro, y lo mismo pasa con los jefes y patrocinadores del barco, aunque logra captarse la atención ante el interés de si descubrirán la pequeña mentira de Yann, nuestro héroe, que tiene que cuidar de un adolescente que no sabe nadar ni nada relacionado con el barco, a escondidas del mundo, mientras intenta ganar una carrera y procura no irse a pique por alguna que otra tormenta.
En solitario no es una mala película, pero sus defectos pesan demasiado a la hora de juzgarla. Una maravillosa fotografía repleta de postales de viaje con decenas de puestas de sol, acompañada de una buena actuación de su actor principal y la sensación de un viaje agradable (a pesar de ser supuestamente una carrera) puede evitar los bostezos en la sala, pero no enamorarnos. O no, no se fíen de mí, al fin y al cabo la mencionada película se llevó un premio del público en el certamen de Gijón de este año, y habrá mucha gente a quien le resulte estimulante el paseo en barca, la lucha contra los elementos, la historia entre los personajes intentando huir del tópico (sin conseguirlo), su mensaje agradable y bienintencionado y ese final tan cargado de motivos mientras suena Knocking On Heaven’s Door de Bob Dylan. Todo puede ser. Que yo puedo acusar a la obra de bienintencionada de tres al cuarto, pero a mí me pueden tachar de ser un cínico amargado, eso está claro.
En resumen, todo se queda en una buena cinta con un uso preciosista de la fotografía (en el sentido más peyorativo posible), técnicamente ambiciosa por la manera de rodar en el velero y con una buena actuación. La historia, en cambio, hace aguas. Y el tipo de cine que intentaba hacer su director lo apostaba todo precisamente a una buena historia.