A veces no es la violencia visual la que crea el impacto en todo aquello que consumimos. La violencia es una parte inamovible de nuestra sociedad, cada día algo sucede, muy cerca, prácticamente rozándonos, que está muy por encima de lo aceptable: un par de pestañeos y algo te golpea con suma brutalidad, vuelves a pestañear y sigues con tu vida. Poco a poco nos volvemos impermeables ante esa violencia, aunque por un momento abramos la boca para gritar «por ahí no», por nuestro lado pasan crueldades que decidimos no atender. No hay seducción, no hay osadía, no nos compete.
La televisión, el periódico, la calle, las redes sociales… todo lo miramos con los ojos vendados, una fina capa de tela argumenta que todo eso que ocurre no nos importa más allá del comentario banal, de la solución rápida «yo haría…» «yo lo arreglaría…». Pero nada. La venda todo lo cura.
El cine. Un tramposo barrido por la vida de alguien. Un exceso informativo donde nuestra barrera protectora se mantiene intacta: conocemos, comprendemos, asumimos y seguimos. La equidistancia perfecta sin empaparnos de sudor frío. Hasta que entramos de lleno. La venda cae, porque hemos conectado con el individuo. Tal vez no nos importe el individuo, pero conectamos con el sufrimiento que se plasma. Tal vez el sufrimiento nos sea ajeno, pero hay impacto. Tal vez lo que pasa es que no sabemos salir de aquí. Nos hemos quedado atrapados.
Es eso, es precisamente lo que me ocurre con En realidad, nunca estuviste aquí. Yo no soy Joe, nunca sobreviviría a Joe, pero me he encerrado en un bucle en el que la venda ha volado y yo sigo viendo el final de la película, una y otra vez, y la colisión es demasiado potente para soportarla. Todo el peso ha caído sobre mí y no puedo quitármelo de encima. No quiero. No sé. Es demasiado.
Si el dolor punzante sigue ahí es porque Lynne Ramsay ha sabido utilizar la violencia en beneficio del shock absoluto. Ya lo hizo con Tenemos que hablar de Kevin, la violencia estaba ahí, la inquina infantil, la desproporción adolescente, el mal de la maternidad. Veo a Ezra Miller disfrazado de Flash ahora y aparece en mí una risa ladeada, indecisa, incrédula. No está superado.
Pero You Were Never Really Here ha avanzado en esa disposición del conflicto, y sobre un terreno yermo, nos ha mostrado la desolación. Es tristeza y miedo lo que el hombre nos propone cada día. Es con lo que nos alimentamos. Pero cómo duele ver lo ajeno a veces. Y cómo importa la forma de mostrarlo para que realmente nos afecte un elemento ficcionado como este. No hay posibilidad de escapar, puedes luchar contra todo excepto contra ti, y eso es lo verdaderamente jodido. Ningún gesto de autoayuda va a borrar esta certeza.
De nuevo Ramsay sabe adaptar un texto ajeno para llevárselo a su campo, el de la incomodidad. No hay espacio para la sutileza, todo lo que sucede en este creciente suspense es gráfico, preciso, pero aún así asoma un halo delicado que profundiza en la herida abierta. No hay una sofisticación en la forma de narrar, es el silencio el que toma partido en lo que va ocurriendo, hasta forzar la insensibilidad, esa que no alcanzamos, y que termina por destruirnos. Y parte de culpa tiene también Joaquin Phoenix. Su gesto agravado, su mirada oscura, la seriedad y contundencia de sus actos frente a los demás, la destrucción propia. Joe es uno de los personajes más complejos que he visto en su piel —un actor que en los últimos años lo ha estado dando todo—, y afronta el reto con una veracidad aterradora. Todo esto no es suficiente, porque un nuevo frente ataca desde el interior de esta historia. El fin de la inocencia. Un fin anunciado, permisivo y sofocante, que construye y desmonta a Joe y que a la vez le da una motivación para su avance. Viendo la película, toda infancia parece marcada y perdida. Inexistente. Y es un sentimiento crudo, cruel. Es porque los adultos están locos, son violentos, nada importa ya.
You Were Never Really Here propone algo que queda atascado en nuestro recuerdo. Es un muro infranqueable contra el que golpearse y no conseguir nada. Siempre pregunto cómo se afronta el cine cuando no ofrece puntos de fuga, cuando te arrastra hasta su abismo, es difícil de valorar positivamente lo que te somete. Aún así la película de Lynne Ramsay me parece una genialidad, una cadena de actos-consecuencias que somatizas con sequedad en la boca, todo sucede en una fracción de segundo, un discurso rápido y creciente, algo más que una constante con la que dudas haber compartido la experiencia.
Pero vuelves a pensar en sus últimos minutos y tiemblas.
Y ese frío inexistente ya no se va.