Se estrena la película de animación En nombre de la tierra (Chłopi). La adaptación del clásico de la literatura polaca Los campesinos (que es el título original de la película), del Premio Nobel de Literatura Wladyslaw Reymont. En ella, se nos narra la historia de una joven campesina que se casa por obligación con un viejo viudo granjero a pesar de estar enamorada del hijo de éste.
Sus directores, DK Welchman y Hugh Welchman, que son matrimonio, ya dirigieron la espléndida Loving Vincent (2017) y con esto decimos mucho, ya que es su sello, su prodigiosa técnica de animación, la que se repite en esta nueva película, aunque eso sí, aún más sofisticada y perfeccionada. En nombre de la tierra es una película literalmente pintada al óleo, que ha requerido 12 pinturas por segundo, para un total de unos 40.000 óleos, ejecutados por más de 100 pintores. Un esfuerzo técnico y artístico descomunal, más aún después de que yo haya podido ver ‹in situ›, en su preestreno, dos de esos óleos. Cuadros en mayúsculas, de un tamaño, nivel de detalle y calidad pictórica más que notable… y así, hasta 40.000.
Creo necesaria esta breve introducción técnica por la excepcionalidad y los incomparables resultados visuales y artísticos que provoca la visión de una película concebida de esta manera y que la hace diferente del resto. De hecho, percibido desde el punto de vista de sus directores, parece la mejor forma de plasmar en imágenes una historia como la que nos ocupa. Por un lado, porque se sitúa en el siglo XIX, una época de la que carecemos de testimonios en forma de imagen o fotografía. Toda recreación proviene de la pintura, de los cuadros, y son estos testimonios pictóricos lo único que tenemos como base para documentar una obra de esta época. Por otro lado, el relato está cargado de poética en su descripción del campo, el paisaje y el paso del tiempo a través de las cuatro estaciones del año, pero también en la exposición de las pasiones y de la propia naturaleza humana. Así, es probable que esa sublimación que plantea la obra literaria tenga el mejor formato posible en unas imágenes como las que aquí se presentan.
En mi opinión, el nivel de belleza de la película es apabullante. Uno queda sobrepasado y sobrecogido por una imágenes capaces de emocionar e impresionar por sí solas. Estamos ante una película catedralicia tanto por su forma como por su fondo. Una auténtica preciosidad. Una joya única.
Porque, más allá de la excelencia estética del film, la historia es muy atractiva. Estamos ante un soporte literario de envergadura, ya que aunque la novela de Reymont es poco conocida en España, en Polonia es una obra cumbre de su literatura. Todo un clásico, que cuenta una historia de carácter universal, donde confluyen el amor, la pasión, los celos, la naturaleza, la comunidad, el trabajo en el campo, la violencia, el odio, la envidia, el dinero, la familia… Un compendio de elementos, en cuyo centro está la protagonista, Jagna, pintada sobre la base de la interpretación y el cuerpo de la actriz Kamila Urzedowska. De una belleza y magnetismo muy poderosos. Tanto el personaje como su rostro te dejan un recuerdo imborrable. Una mujer en un contexto muy difícil de discriminación, prácticamente sola e incomprendida por todo un pueblo, a cuya tremenda crónica asistimos con emoción y pavor.
Todo esto, además, cuenta con una base actoral sobresaliente, sobre la que se superponen las pinturas, con una plasmación en imágenes que, lejos de mostrarse estáticas, como podría sugerir una eventual sucesión de cuadros, se nos presentan en términos superlativos en lo que al lenguaje cinematográfico se refiere. Así, vemos unos espectaculares movimientos de cámara, planos secuencia y un dinamismo en escenas como las de la boda, las peleas, los bailes, el mercadillo, etc. que son puro cine, puro arte.
Pero no es solo la imagen, su banda sonora es una auténtica maravilla, toda ella. Una música atemporal, de inspiración medieval, que hunde sus raíces en el misticismo eslavo, interpretada con instrumentos folk y acompañada por unos coros de voces sobrecogedoras. Una música que, lejos de parecer antigua, se nos revela con una gran modernidad.
Es cierto que toda esa mística, esa poesía, esa intensidad en el relato, tiene en algún momento de la segunda mitad de la película algún problema de ritmo, pero en cualquier caso, el resultado del conjunto es tan soberbio, que el global solo puede ser calificado de excelente. En nombre de la tierra no es simplemente una película, ni tan siquiera una gran historia sobre la naturaleza humana, las pasiones o una reflexión sobre lo que la gente puede llegar a hacer en determinadas situaciones; va mucho más allá, es una experiencia artística única, de esas pocas que uno difícilmente va a poder olvidar.