Juan Diego Botto se estrena con una película apasionada, furiosa en su contenido e infatigable en su forma; pre-estrenada en la Biennale de Venecia con un más que interesante recepción. Posee un reparto excepcional con Luis Tosar y Penélope Cruz al frente, así como con un guion sólido en su estructura y eficiente en sus intenciones. La película y en forma de contrarreloj, a lo largo de veinticuatro horas, narra distintas historias que se unen hacia un mismo final en forma de llamada social. Un merecedor intento, por parte del director, a pesar de su tendencia por lo lacrimoso, para descoser el velo de maya que nos mantiene ciegos.
En los márgenes, con Luis Tosar como activista de desahucios, señala —a pesar de su sobrescritura— las dificultades de nuestra sociedad, sus contradicciones y dudas. Se distancia de nombres propios e instituciones, comprende y hace humano a cada uno de sus protagonistas; no hay nadie, como decía el viejo filósofo ateniense, que no esté librando su propia batalla, íntima y descarnada. Aunque el posicionamiento del filme y sus intenciones sean transparentes, hay cierta honestidad al intentar abarcar distintas miradas para un mismo suceso, así como acontece con las principales del relato. No es una película estrictamente poliédrica, a pesar de su construcción fragmentaria, pero sí narrada de forma sincera, más que suficiente para un debut.
La historia de Rafael (Luis Tosar) y su hijastro Raúl (Christian Checa) es el centro sobre el que se desenvuelven las restantes, además de ser el mismo arco para el espectador. La cámara, a través de un gesto de elocuencia y mimesis con el protagonista, se mueve vertiginosamente a través de una sucesión constante de espacios e interpretes, desde el coche hasta las agencias y oficinas del estado, recordando por momentos a la opresión que vive Marcello Mastroianni en Fellini, ocho y medio (Otto e mezzo, 1963). Rafael encarna la ilusión de quien persigue y nunca encuentra, pero que no por ello desiste; no hay motivo ni razón suficiente como para olvidar el curso de lo que nos hace humanos. Sin la maestría de Ken Loach y su pulso por los problemas sociales británicos, el filme procura acercarse a las situaciones que nos rodean y que tantas veces negamos o, simplemente, evitamos. Los desahucios, las políticas abusivas y los prejuicios sociales, resultan ser una enfermedad que se ha cronificado en una crisis que parece no tener fin, por ello la reivindicación tiene que ser latente.
La película, curiosamente y a pesar de su hálito de triunfo, movida por el sentimiento de comunidad que crea en el espectador, termina suspendida en su propio grito. Penélope Cruz, como si se tratara de Antoine Doinel mirando a cámara en Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, 1959), frente a la violencia de los antidisturbios por desahuciarla tanto a ella como a sus convecinos, se levanta, alza la voz y Botto —hábil en su elección— detiene la película en forma de fotograma; no hay final ni desenlace, solo el ensueño de un principio.