Los instantes iniciales de Mid90s (Jonah Hill, 2018) ya adelantan de forma precisa el tipo de relato al que nos enfrentamos. Un plano fijo frontal del pasillo de una casa en los años noventa en Palms, una zona residencial altamente poblada de Los Ángeles caracterizada por su diversidad. El protagonista Stevie —de 13 años— choca contra la pared perseguido por su hermano mayor. Al fondo la habitación del mismo con el que mantiene un conflicto constante del que seremos testigos cómo evoluciona en su metraje. Todo un universo elaborado a partir de la idea de masculinidad que ha ido asumiendo como identidad existe en ese espacio tratado casi como mítico: sus gorras y pósters colgados de la pared, su colección de música en distintos formatos, su ropa de estilo definido o su banco de pesas. Su intrusión en ese espacio remite temáticamente al relato de paso a la adultez en un entorno familiar disfuncional y una madre que apenas puede mantener la comunicación con sus hijos. Stevie sale al mundo, fuera de las paredes del hogar, y se encuentra con un grupo de adolescentes aficionados al skate. El proceso de aprendizaje, la creación de vínculos con ellos y tanto los riesgos que toma por el camino como las consecuencias forman parte de la mirada del director en su ópera prima.
La textura de la imagen y la luz tan peculiares del formato 16 mm proporcionan un acercamiento con sentido retrospectivo a la historia y los personajes, a modo prácticamente de evocación subjetiva filmada de un pasado capturado con la crudeza necesaria. Hill no busca un punto de vista condescendiente o fácil. Su personaje principal es un niño que pasa por los procesos confusos y de desorientación típicos de la adolescencia en la búsqueda de uno mismo. Sin permitir concesiones a explicar su psicología, el paso del tiempo se incorpora a través de un montaje conciso y el uso de la elipsis o la repetición de gestos y situaciones domésticas. Los encontronazos con su hermano, la forma de ocultar las salidas con consumo de alcohol y drogas o su descubrimiento del sexo se intercalan con los momentos que sirven para registrar un patrón de observación del resto de jóvenes, de emulación de sus actitudes o palabras y de asimilación dentro de sus dinámicas. Las reacciones de Stevie en primer plano, sus reiterados silencios apartado de los que toman la iniciativa de la pandilla y planos amplios mostrando la importante dimensión social de cada encuentro para patinar —de cada fiesta o reto arriesgado por superar— construyen un discurso sobre la formación de la identidad sin dejar de lado la compleja y delicada naturaleza de lo masculino, de qué significa ser un hombre y distanciarse de la niñez.
Rodada en relación de aspecto 1.33:1, Mid90s transmite así parte de su ambientación de la cultura del vídeo y callejera de la década en la que transcurre, apoyada por una selección musical de la época y la banda sonora de Trent Reznor y Atticus Ross. Uno de sus personajes va a todas partes con su cámara: Fourth Grade quiere ser cineasta y graba indiscriminadamente partes de sus frecuentes salidas, de su mundo, en lo que luego será un guiño metatextual que recuerda a Reality Bites (Ben Stiller, 1994). Porque esto no es sólo el retrato de un niño que se libera de la alienación, la violencia y los traumas que experimenta en su propia casa o de un chaval acostumbrado a recibir los golpes más duros como algo cotidiano. A partir de él la narrativa del film pasa a la descripción de una colección de jóvenes con multitud de problemas y que transitan por la marginalidad. Unos jóvenes con sueños y aspiraciones, que comparten tragedias, cuyo compañerismo y apoyo mutuo actúa de salvavidas, de red de protección ante los destinos más oscuros que les aguarda en un futuro más que incierto, inasumible.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.