El viaje de Kusturica
Emir Kusturica es el cineasta que ha dejado más huella fuera de sus fronteras, sean cuales sean estas fronteras, en los últimos 30 años. Tanto es así que no son pocos quienes identifican irremediablemente al cineasta nacido en Sarajevo con la región hasta tal punto que la poca cultura popular que conocemos de dicha región pasa irremediablemente por su cine, hasta crear lugares comunes. Un cine que se apoya en el realismo mágico, filtrado por todo un mundo simbólico, donde prima un supuesto carácter balcánico de los personajes y rematado con una banda sonora que es construida como si fuera otra película y no un simple apoyo. También, un cine cada vez más político y coherente con la deriva ideológica de su autor, auténtico motor central de En la Vía Láctea (On the Milky Road), su última obra que llega ahora a nuestra cartelera.
Idolatrado en festivales y con un gran número de seguidores, tanto en su vertiente cinematográfica como por su participación musical en la banda The No Smoking Orchestra —o incluso artística, con la construcción de la polémica ciudad de Andrićgrad, en honor al escritor ¿serbio? ¿yugoslavo? ¿de origen croata? ¿criado por una mujer musulmana? Ivo Andrić—, Kusturica ha pasado de ser un referente internacional hasta difuminarse en mil y un proyectos que abarcan desde óperas-remakes de películas suyas, su banda de música, su faraónica construcción de una ciudad en Bosnia o sus incendiarias declaraciones políticas, dejando cada vez más esparcidos en el tiempo sus trabajos cinematográficos.
Así han pasado casi 10 años desde su última incursión en un largometraje de ficción, Prométeme (Zavet, 2007). A lo largo de En la Vía Láctea encontramos la progresión ideológica de un Kusturica totalmente desenfrenado, una obra que sirve tanto de trinchera personal contra el mundo que le rodea como su explicación de la historia reciente de su país, filtrado con una interesante revelación religiosa que su autor ha sufrido en la última década. Pero hablemos de una vez de En la Vía Láctea.
Estamos en algún lugar de Bosnia en 1995, la guerra da sus últimos coletazos. Todos los días, Kosta, interpretado más que solventemente por el propio cineasta, cruza la tierra de nadie para aprovisionar de leche a los soldados establecidos en un pueblo. En un encuentro fortuito, Kosta conoce a la bella Nevesta, y entre ellos acontece un flechazo inmediato. En medio de la barbarie diaria, mostrada con un rutina que asusta, los dos personajes se enfrentan a la sin razón de una guerra, pero sobre todo el problema surge cuando Nevesta es «comprada» por Milena para ser la futura mujer de su hermano, un soldado serbio que volverá pronto de Afganistán. A su vez, la propia Milena, puro personaje femenino del universo Kusturica, planea casarse con el propio Kosta.
En esta primera parte de la película encontramos al mejor cineasta serbio. Su mirada vuelve a reinterpretar aquella maravillosa película que era La vida es un milagro (Zivot je cudo, 2004), donde la locura de la guerra se mezclaba con la locura del amor.
Ideológicamente, Kusturica crea una equidistancia entre el extremismo serbio y el bosnio. Al fin y al cabo el padre de Kosta fue asesinado por un un islamista radical afgano, mientras que el futuro marido de su amor es un radical serbio que ha luchado precisamente en ese país. Esta equidistancia persigue al cineasta desde Underground (1995) para enfado de mucha gente, pero no termina de hundir la historia en ningún momento. El universo peculiar que ha formado nuestra imagen del director están presentes, en una sinfonía de aparente locura perfectamente pensada, donde se funden imagen, sueños, música y simbolismo, con toques de ese humor absurdo y hasta del cine mudo que tanto gustan a su responsable — hay una escena que es prácticamente un gag del cine primitivo—.
La cosa empieza a desmoronarse en la segunda parte de la película. Nevesta, interpretada por una Monica Belluci que maneja el serbio más que correctamente, es pretendida por un oficial de las Naciones Unidas mandando a la región. La cosa es que parece ser que el oficial no debía ser muy buena persona y que su amor era más obsesión que otra cosa, porque Nevesta no solo huyó del militar sino que incluso lo dejó herido. Ofendido hasta límites insospechados, este militar envía a un grupo de soldados de élite para acabar con la vida de la mujer y de toda persona a la que se encuentren.
De pronto estamos ante otra película. Abandonamos al Kusturica de antaño y nos encontramos con el nuevo y sus nuevas obsesiones. Ideológicamente es una prolongación de Prométeme, donde el responsable de todo acaba por ser una mano negra extranjera, exculpando a las personas de los diferentes bandos de la contienda, mostradas como simples peones de una partida invisible de ajedrez. Nuestros protagonistas huyen entre idílicos paisajes, pero pronto la fórmula de la persecución —tal vez, solo tal vez, con cierta irónica reminiscencia a Tri de Aleksandar Petrovic, 1965— acaba agotando a un espectador aturdido por el súbito cambio de película que acontece en pantalla.
Todo termina, nuevamente, en otra película, donde descubrimos al Kusturica religioso y espiritual, que sirve como buen cierre de todo lo visto, pero no termina de despejar varias preguntas en el espectador: ¿Qué quería realmente contar su cineasta?
Estamos por tanto ante una obra a la que podemos catalogar, y mira que siempre he odiado esta palabra en la crítica, como de irregular. Parece como si Kusturica tuviera muchas cosas que decir y necesitara hasta tres películas diferentes, sobresaturadas de tramas que en ocasiones acaban del tirón. Las mil y una ideas que uno encuentra en la obra comienzan bien encadenadas, pero llega un momento en que parece una coctelera. Aunque el mayor problema puede que sea de quien escribe estas palabras y no de Kusturica, que al fin y al cabo lleva una progresión coherente desde hace años tanto en su vida artística como en la personal.
Y es que algunas de estas mencionadas ideas son vistas por mi como de difícil digestión ideológica o moral. Comenzar una obra con un cierto paralelismo visual e ideológico con En tierra de nadie (Danis Tanović, 2001) es todo un acierto, pero la película se desliza poco a poco hacia la trinchera moral y política de un autor que ha acabado abandonado —o él se ha desecho— por sus habituales colaboradores. Y es que En la Vía Láctea termina por ser un producto familiar, con su hija como coguionista y su hijo como compositor. Veo a un director en camino a su destino pero al que ya no puedo seguir. Al que ya no entiendo o directamente me enfrenta con sus ideas. Y me resulta duro, tanto porque fue mi primer contacto con los cines de Yugoslavia, como porque fui un ‹fanboy› de su mirada. Y esa mirada ahora me produce rechazo e incomprensión.
Todo esto es personal, y una película podría ser disfrutable a pesar de no compartir la mirada que se desprende de su máximo responsable. Su película sigue teniendo todo el universo que le dio a conocer hace más de 30 años, pero ya no entro en él. Su película no acaba por ser un producto deleznable. Hay aciertos y momentos impagables. Pero si elimino mis prejuicios ajenos al cine —cosa que me resulta difícil, toda película es un artefacto político y moral—, nos encontramos una disparatada obra partida en tres trozos llena de ideas y reflexiones que no conectan bien, donde sigo sin entender que quiere contar Kusturica a parte de su guerra personal contra un enemigo invisible.
Kusturica puede seguir su viaje hacia donde quiera que vaya. Puede luchar contra molinos o construir cinco ciudades más. Pero cada vez está más sólo.