«Fausto, al final de su vida, cuando evocaba una humanidad rodeada de incertidumbres pero audaz y sin frenos —sin dioses—, no podía prever este obstáculo (la irrupción pública del “gran dios K”, de la Bomba Atómica). No podía prever, aunque su mismo talante conducía a ello, que junto a las viejas barreras de la fatalidad y el azar, el hombre erigiría, con pleno conocimiento, y desde ese conocimiento, otras barreras.»
ARGULLOL,R., El fin del mundo como obra de arte, Barcelona, Acantilado, 2007, p.135.
Textos como este ensayo genial de Rafael Argullol —que recorre desde una perspectiva estética y filosófica visiones apocalípticas del mundo que van desde la mitología griega hasta el sacrificio de Hiroshima y Nagasaki, pasando por el Apocalipsis de Juan de Patmos— demuestran que el bombardeo de las dos ciudades japonesas, por su ruptura de límites y por el aturdimiento que la inconmensurabilidad del acontecimiento produce en todo humano, deriva en un silencio que es atendido, en su mayor parte, desde el Arte y la Estética. Es en esa imagen del Gran Hongo, que en su sobriedad de líneas representa todo el desarrollo de una voluntad exterminadora humana —a pesar de que estemos en proceso de ampliar sus contornos, algo que se empeña en hacer evidente la intención estética y de afán comparativo con que los medios han mostrado los efectos de esa “madre de todas las bombas” lanzada por EEUU hace poco tiempo— donde se toca con los dedos la realización efectiva y sublime de la línea de progreso inconsciente e instintivo —que juega siempre con la línea del desarrollo racional y humanista, siendo así la continua lucha entre ambas motor y despliegue de la historia— que surge de lo más hondo del hombre pero que nadie reconoce: el destronamiento de los Dioses y de la Naturaleza en cuanto a su capacidad de destrucción se refiere. Ser el humano la Ira de Dios, lograr infundir sobre sí mismo el miedo originario con que nos marcó la Naturaleza desde sus fenómenos externos incontrolables.
En este rincón del mundo, el último largometraje de Sunao Katabuchi, habla de todo esto de la manera en la que solo un japonés puede hacerlo: es decir, mirando hacia atrás desde un pesar y una pena que, lejos de manifestarse en una acción que deriva de la rabia, llena la pantalla con la calma de lo que era y ya no es, haciendo honor a los pueblos desde la añoranza de una imagen que sirve como último reducto a lo irreversible del tiempo y de los actos. Desde un costumbrismo sereno y llano, Katabuchi dibuja a Suzu Urano, una niña que se ríe a pesar de estar en una guerra y que, en su inocencia, sufre el mundo a dos niveles: uno micro, que viene a ser el peso y las consecuencias del matrimonio según la tradición; y uno macro, que no refiere a otra cosa que a la imposible huida de la II Guerra Mundial que todo lo ocupa. Es así que, apoyándose en el manga de Fumiyo Kono, el realizador de Osaka narra los años que van del final de la adolescencia de Suzu a sus primeros años de juventud post adolescente, dejando entrever a cada paso ese estado elevado de crudeza que se desprende de la observación de un “alma bella” —en el sentido que le da Schiller de moralidad nacida de la espontaneidad del corazón y del instinto— recibiendo los embistes de todo “deber” y de toda opacidad de la materia en lucha, porque si siempre es duro ver sufrir a alguien, siempre lo es más si este tiene un fondo como el de Suzu Urano. Y así es que, con un dibujo sin ornamentos ni aderezos que se sucede mediante un ritmo tranquilo que remite a la calma de la vida de aquellos que se oponen a la velocidad y al conflicto, Sunao Katabuchi nos habla de la guerra sin mostrarla —más allá de los efectos que ella tiene en la educación de unos niños que solo miran y hablan de barcos y buques—, llegando a la cima de la grandeza en la carencia de exceso que muestra, sin magnificencia, ese ‹pikadon› que terminará ocupando páginas y lienzos en la cultura japonesa. Una vez cesan el destello y su ruido la pantalla insinuará la diferencia entre ese mundo que termina ahí por matar a Dios y al espíritu por un lado, y aquellos recovecos donde el encantamiento de la tierra todavía induce a la esperanza, por el otro.