Eugène Green elabora con En attendant les barbares (Waiting for the Barbarians) una historia que, ambientada en un tiempo confuso por aquello de sintetizar elementos que remiten al pasado con smartphones y temas que inundan el tiempo presente, narra algo así como una especie de liberación espiritual de un grupo de personas que pide alojamiento en la casa de una pareja de magos para protegerse así de unos bárbaros a los que no atinan muy bien a definir. Para ello el director de La Sapienza decide, sin dejar por ello de lado esos planos que manifiestan su gusto por la arquitectura y a los que nos tiene ya acostumbrados, renunciar a cualquier tipo de pomposidad del relato o de la forma, y es que esta última película de Eugène Green se caracteriza principalmente por producir la irritación que se deriva del minimalismo impostado. Es así que, en relación con esto, se puede decir que Waiting for the Barbarians se reduce al juego de tres elementos. En primer lugar, el cineasta afincado en París hace uso de una iluminación de carácter pictórico basada en el claroscuro, algo que quizá encuentre su fundamento en ese buscar constantemente la luz desde la oscuridad más absoluta de los protagonistas. En segundo lugar, Eugène Green oxida la naturalidad del movimiento para presentarnos a unos personajes dominados por una rigidez que, sostenida por la ausencia del movimiento de la cámara y por la sucesión de unos planos-contraplanos frontales que asfixian la viveza, intentan seguir una coreografía centrada en fijar paralelismos en la puesta en escena. En tercer y último lugar, Eugène Green deja que los actores reciten los textos, que van desde diálogos “presuntamente” graciosos hasta otros de referencias artúricas, de una manera extremadamente mecánica que apunta de manera directa a las películas de Danièle Huillet y Jean-Marie Straub.
Es en el transcurrir las conexiones entre estos elementos cuando uno termina por preguntarse ¿puede alguien con ese aspecto de «me consume mi inteligencia ¡soy un genio desgastado por la fricción de mis propios pensamientos!» —que encuentra su matriz, su razón de ser y su máxima expresión en el Houellebecq de los últimos años— hacer una película que rechine en exceso? Y así, mientras me rizo los rizos de mi peinado eugengreeniano me digo: Sí, lo ha hecho. Y es que yo, que soy defensor del espectador ascético y enemigo de cualquier tipo de placer terrenal dentro de la sala —y mucho más de cualquier idea que afirme que el cine es cine sí y solo sí es entretenimiento— he terminado por sentir la punzada del Tedio, de ese que te hace sentir el Tiempo como tic tac del reloj. Será cosa mía, pero la rigidez, la escasez de localizaciones o el reducido movimiento de la cámara que defendía hace poco más de un mes en Jeannette. La infancia de Juana de Arco de Bruno Dumont —precisamente por ir acompañada de otras cosas y de poseer ese “no sé qué” que, a mi juicio, la elevaba por encima del resto de obras de este tipo—, son los elementos que convierten a Waiting for the Barbarians en una película que suena a uñas sobre la pizarra. Y es que, como se desprende de una entrevista de Albert Serra, en este cine de autor con el que programadores, críticos y demás grupos eyaculan en los Festivales, no vale con hacer un plano de diez minutos o poner a una mujer a hablar mirando a la cámara sin mover ni un músculo de la cara, sino que hay que encontrar esa justa medida en la que ya entran otros factores como la intuición. Eugène Green no la tiene o no la aplica en Waiting for the Barbarians.