Embers (Claire Carré)

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Coge una película y reduce todo su envoltorio a una pequeña bola, como si se tratara de papel de aluminio. Nada importa, esencia o escenario, sólo un término destaca más allá de su mensaje. Embers tiene su propia bola: el olvido. El que viene tras una existencia plena, o una que todavía no se ha llegado a desarrollar, pero que te transporta al vacío absoluto, que interiorizado debe ser como conformar el sentimiento más terrorífico que exista.

Claire Carré devasta el mundo y en su visión post-apocalíptica no desea ofrecer ningún tipo de esperanza con la supervivencia de unos pocos. No se apoya en el punto de inflexión vital que se une a cualquier distopía amargada, pero prometedora. No interacciona con la luz para iluminar una vía que recupere el orden. En realidad su intención es derribar la caja de Pandora y arrojar al viento la esperanza, para que en el mañana no quede nada a lo que aferrarse. Y aquí es donde rebota esa bola.

Embers juega a transformar la ciencia-ficción en poesía, toma detalles de sus formas y las converge para convertir el olvido en pura emoción. No se trata de llorar ante la pérdida de memoria de los otros, el relato se compromete más con la idea de empatizar con el hombre primario, que reacciona según los estímulos recibidos desde su entorno. Por supuesto no hay una única respuesta ante la destrucción del contenido de la mente y Carré se sirve de multitud de personajes que caminan sin dirección expresa y que, aunque crucen sus historias, desarrollan con premura la individualidad del ser.

Miradas confusas o curiosas, siempre acompañadas de un miedo centelleante en sus pupilas, esa es la complejidad de cada caminante, que habita lugares amplios y solitarios, derruidos por algo que desconocemos, pero siempre con objetos que demuestran pinceladas de la personalidad de quien lo habitó en un inicio. En esta ocasión son los objetos los que mantienen la memoria del paso del tiempo viva, ya sean libros, peluches o máquinas futuristas, mientras las personas son seres blancos y reaccionarios, nuevos a cada instante, reseteados por siempre.

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Ese cambio de roles permite explorar el fondo del hombre de una manera totalmente arbitraria, como ya hicieron otros grandes directores en el pasado, con el escombro como hogar, el cielo abierto como interrogante y el estímulo como prueba de fuego. Por otra parte busca el contrapunto en la fijación por el recuerdo, y lo plasma en un entorno aséptico, una probeta bajo tierra que domina el conocimiento y lo explora como si de una cárcel se tratara. Convierte el poder de la mente en el yugo del hombre, el saber como una penitencia que impide crecer el estímulo más allá de unas gruesas paredes.

La supervivencia se deja olvidado el instinto y consigue trasmitir impulsos más allá de las palabras, que carecen de su significado pleno si no hay alguien que las viva como propias. Una singular propuesta que pese a beber de infinitas fuentes y te invita a plantear un futuro donde, con las herramientas en las manos, ya inventadas, incluso desgastadas, no exista el modo de evolucionar su uso, porque cada descubrimiento importante será olvidado al romper una fina línea de pensamiento.

Vivir sin recuerdos, ¿no evoca una triste enfermedad a la que todos temen? Pero su enfoque dista de la involución, simplemente desaparece, renace, se vuelve a romper. Es la rotura del hilo argumental su método de desestructurar un mundo sin cimientos sólidos, si las personas no consiguen guiarse, la historia no necesita seguir un orden, pero necesita de esos cruces de estados mentales que representan a cada participante para confinar al humano en un ser revolucionario e instintivo, aunque sin un futuro concreto, se muestre vulnerable y limitado.

El olvido nos ha llevado a sentir agujas rozando la piel, desde el puro caos o la retribución artística, Embers enfoca el olvido y confirma que la imagen habla por sí sola, se convierte en recurso ineludible y propaga esta extraña plaga en una delicia sinfónica, con la ausencia de prejuicios en su historia y con la huella del narrador muy marcada. Claire Carré pide a gritos la presencia de la belleza en el vacío y promete que la historia no finaliza con ella.

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