Libertad y deseo, caos y destrucción. El plano que aparentemente utiliza Pablo Larraín a modo de gancho anticipador en el comienzo de Ema incluye como elemento principal un semáforo en llamas que ya revela algunas de las claves de la cinta. La cámara se va distanciando y entra en la composición un personaje con un lanzallamas. El fuego es un símbolo recurrente durante el resto de su metraje, que funciona tanto a nivel literal como metafórico del estado y el carácter del personaje interpretado por Mariana Di Girolamo y su característico pelo rubio oxigenado. Ema y Gastón (Gael García Bernal) —bailarina y coreógrafo— forman un matrimonio en plena descomposición por la pérdida de su hijo adoptivo a los servicios sociales. Sus continuos reproches durante ensayos y en sus conversaciones íntimas forman la estructura de progresivo aumento en intensidad dramática que sirve de base al desafío continuo de las normas y su descaro al aniquilar todas las ataduras que restringen la vida de la protagonista. El semáforo mencionado anteriormente sintetiza en su juego de luces, lo que marca lo permitido y lo prohibido, todo lo que Ema está dispuesta a destruir para sentirse bien, para reapropiarse de su existencia, para negarse a aceptar unas circunstancias que no sólo destruyen cualquier posibilidad de ser feliz sino también su autonomía.
Esta idea subyace en la relación con su marido coreógrafo, alguien que representa una autoridad totalitaria en el escenario —con el componente de su mayor edad, de la diferencia generacional, añadido—, restringiendo sus movimientos y el tipo de música con el que puede expresarse con su cuerpo. El reguetón aparece como motivo temático y discursivo, como instrumento liberador del cuerpo y la sexualidad femenina. Pero Larraín nunca renuncia a confrontar esta idea de la voluntad de obtener placer y retar las convenciones sociales, de una libertad no carente de complejos y problemáticos matices tanto al ejercerla como en sus consecuencias. Las normas de lo establecido están para romperse y, mientras Ema urde un pintoresco plan para hacer realidad sus aspiraciones, vemos todo un alegato de este género musical como forma expresiva que se mimetiza con la manifestación del deseo de la mujer. Con esto construye dos monumentales secuencias con montaje musical: una en que combina una serie de bailes en grupo fragmentados en el tiempo y el espacio; y otra que representa a través de un contrapunto de acciones el desenfreno y el ansia de placer de Ema a través de sus amantes, tanto hombres como mujeres.
La fragmentación del montaje no hace que se pierda de vista en ningún momento a la protagonista, su cuerpo y su rostro como eje de la narrativa. Aunque forme parte de planos generales con coreografías en interiores o en la calle que describen la capacidad plástica y estética de un arte escénico como el baile en el contexto de la perspectiva cinematográfica a la que lo traslada. El valor del baile aquí no sólo no se anula por la propuesta escenográfica propia del cine, sino que se añade como capa de significación a la construcción formal del film, como muestra de la psicología de Ema vinculada al cuerpo y la experiencia de los sentidos. Y en este viaje al fondo de la mente de la protagonista, el deseo lleva a la destrucción: de relaciones, de leyes, de coches y mobiliario urbano, de preconcepciones morales. Pero detrás de ese deseo también se descubre una capacidad ilimitada de amar que trastoca las vidas de todo aquel que se cruza con ella e interpela directamente al espectador con su cautivadora y seductora mirada. Todo sin excluir o limitar la interpretación lúdica del relato, que en su conclusión permite deducir que el lema de Ema, de su protagonista y de la misma película, —parafraseando a la activista política anarquista rusa Emma Goldman— podría resumirse en «si no puedo perrear, no es mi revolución».
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.