El plano de apertura de Els encantats mediante un ‹travelling› realizado desde la parte posterior de un coche es en si mismo una glosa de aquello que atañe y aflige a su protagonista, Irene. Así, y con un simple movimiento, Elena Trapé nos hace partícipes de un estado que en todo momento refuerza desde un apartado formal que quizá sea lo más destacable de su tercer largometraje tras las cámaras; y es que tanto a través del manejo que realiza de determinados recursos (el montaje y el uso de la banda sonora destacan en ese aspecto) como de esa disposición del plano, siempre atenta a gestos e indicativos que van componiendo una perspectiva de la circunstancia de su protagonista, la cineasta catalana consigue aquello que quizá no tiene un reflejo tan acerado en una escritura que por momentos parece más presa del capricho sobre el que se sostiene ese vaivén en el que se verá inmerso el espectador, cerca de una situación no sólo lógica fruto de los pormenores que se deslizan de la misma, sino además totalmente comprensible por todo lo que esta puede llegar a suponer.
El viaje emprendido por Irene, que encuentra en esa sensación de deriva constante, de extraño vacío al no poder conducir unos sentimientos que de repente la sobrepasarán, nos lleva a un pequeño pueblo desde el que rememorar un pasado sin necesidad de apelar a él; al fin y al cabo, aquello que la protagonista busca en ese espacio es un lugar donde poder confrontar lo afectivo de una tesitura que no encuentra la comunicación apropiada: cada vez que contacta con su ex la llamada termina con un corte brusco y este no parece querer ser más que la forma de contacto con su hija de cuatro años.
Si bien es cierto que Trapé rehúye los motivos de esa separación, pues no parece interesada en los detalles de un vínculo maltrecho del que la única información que posee el espectador es que la propia protagonista fue la encargada de terminar con él, Els encantats deja claro que su indagación no guarda tanto correlación con esa ruptura como con las consecuencias que tiene para Irene en distintos sentidos, resintiéndose en lo anímico, pero asimismo topándose con una barrera que la aleja de su hija y frustra algunas de sus aspiraciones como madre.
No obstante, y resultando bastante claro el contexto desde el que ha llegado Irene a esa particular disposición, el dibujo del personaje central se antoja en ocasiones demasiado voluble como para poder establecer una cierta conexión. Es, de hecho, a través de ese carácter, como aún y pudiendo comprender las aristas de una coyuntura de lo más compleja, todo queda sepultado bajo un individualismo que, lejos de proponer las dobleces y la posible ambigüedad de un devenir inestable, no hace más que anteponer los intereses propios sin añadir un solo matiz. Esto es algo que no se desliza únicamente del modo de actuar de Irene, también de la comunicación que establece, terminando cada diálogo, por nimio que se pueda suponer, en un yo que no hace más que amplificar un egoísmo que pasa de ser entendible (hasta cierto punto) a resultar directamente el reflejo cristalino de una clase, de una condición.
No todo estriba, pues, de lo comprensible (o no) de una tesitura que lleva a Irene incluso a un punto alienante al no saber cómo reaccionar ante lo que se le ha presentado, sino de una mirada siempre tolerante, donde los juicios nunca van en la dirección adecuada —exceptuando ese estallido final— y todos parecen preguntarse qué han hecho mal y qué le pasa a Irene cuando en realidad quizá debería ser la propia Irene quien se preguntara por qué ha llegado a donde ha llegado y si esto es fruto solamente de las decisiones tomadas, o también de una disciplina cuya convergencia está en los males de una sociedad ombliguista y acomodada.
Larga vida a la nueva carne.