Este trabajo de Jaume Claret Muxart, sereno y melancólico, nos introduce fantasmalmente en la intimidad de dos mujeres, madre e hija, separadas por miles de kilómetros de distancia, y nos permite imaginar el vínculo emocional, acaso inestable y rasgado por rencores o desilusiones nunca explicitados, que las mantiene unidas en la lejanía. Como buena ficción-iceberg, lo que vemos es una parte minúscula dentro de todo lo que hay; en este caso, la osadía sobrepasa los estándares narrativos más convencionales: no hay apenas historia como tal, hay atmósfera (muy Edward Hopper en su dibujo de la soledad urbana, de esa figura de la madre escuchando la radio en la semipenumbra de su domicilio) y sugerencia, sobre todo sugerencia. Corrientes poderosas de afecto parecen asomar y refulgir subrepticiamente en los gestos de las dos protagonistas, en sus miradas perdidas y en sus silencios, dibujando una relación personal apasionante por insondable.
Todo esto, unido al ambiente culto en el que habitan los personajes, personalmente me trae a la memoria el cine de Rohmer y de Erice: el del primero por lo emotivo y enigmático de su tapiz humano, en el que la procesión va siempre un poco por dentro y donde las relaciones humanas son complejas y están llenas de contradicciones; el del segundo, por su vínculo con la pintura, que en este caso parece aludir a una parte muy real de la vida del propio director, dotando al cortometraje de una carga autobiográfica que otorga mayor autenticidad a lo narrado. Esa voluntad contemplativa, ese fijarse en la pincelada y el color como detonantes de la emoción estética, es similar a la que puede encontrarse en El sol del membrillo, o al menos mi memoria así ha conectado ambas obras.
Sea como fuere, aquí hay un pequeño y frágil ejercicio de cine intimista en torno a la soledad y la (in)comunicación, quizás un poco frustrante por forzar tanto al espectador a completar un puzle narrativo del que apenas nos dejan piezas (aunque las que tenemos brillan con especial intensidad), pero sensible y grato de paladear, en gran medida gracias al tacto con el que está filmado, algo a lo que no resulta ajena la fotografía de Marina Palacio y Bernat Bonaventura. Como carta de presentación, perfectamente hace creer en la idea de que películas e historias valiosas pueden surgir de las manos de su director. Ahí está el poso de melancolía que deja al acabar, prueba de la sensibilidad y el pudor con el que Muxart trabaja las relaciones humanas, dejando que la verdad de los rostros comunique más que muchos diálogos abiertamente explicativos.