Lugares frecuentes, terrenos extraños, irreales. El espacio siempre ha devenido en el cine como herramienta para la consecución de un carácter propio a través del cual articular un universo no simplemente compuesto por un tono o ciertos rasgos formales, también de un tejido genérico que al fin y al cabo sostiene en no pocas ocasiones la creación de ese mundo tan particular como ajeno. Aquello que el clásico constreñía en un plano, encontraba en platós y ‹atrezzo› y determinaba con la iluminación, ha devenido una necesidad en un nuevo siglo donde la categoría es cada vez más voluble, más mutable. Esa mutación parece una característica indispensable en el cine de Daniil Zinchenko, donde construir una ficción deviene precisamente de esos espacios a los que desposeer de su carácter para encontrar una nueva realidad, ni paralela ni colindante: sencillamente inédita. Así surge en Elixir una dimensión recóndita, donde ni referencias ni circunstancias marcan realmente el embrión de un universo que se reconstruye mediante escenarios forjados como si de un territorio primigenio se tratara. Aquello conocido, pues, toma una nueva configuración en manos de Zinchenko entrando en un páramo donde la sci-fi parece colindar con el fantástico en una era indeterminada que solo —y en cierto modo— sostienen determinados elementos: diálogos, personajes —algunos de ellos aluden a una mitología fundamentada en el discurso y reformulada en algunos de esos parajes— e incluso rituales ofrecen una concepción distinta a Elixir. Si algo queda patente en ella mediante esas piezas que el ruso distribuye con más o menos fortuna, es que tanto propósito como medios discursivos son férreos gracias a la voluntad de un cineasta que tiene claros los preceptos de un film que se presta a la interpretación pero, sobre todo, ofrece los suficientes fundamentos como para dotar de una lectura clara al conjunto.
En la concepción es donde Elixir edifica su logro articular, marcando la creación de un universo a través del cual ir explorando esa disertación por medio de un viaje compuesto por segmentos que más que querer dotar de unidad al trabajo compuesto por Zinchenko, parecen enzarzados en una búsqueda por realzar los atributos de un discurso que termina quedando suspendido en el aire, como si sus rudimentos narrativos distrajesen un objetivo ante el que no cabían tantos atavíos. Así, Elixir juega a sostenerse en un montaje inconstante de modo que todo aquello dispuesto por el aquí debutante parece en el aire; como si, en definitiva, el levantamiento de un universo y la síntesis de un discurso luchasen por encontrar no únicamente un lugar, también un papel que debería resultar complementario, pero se difumina debido a un ejercicio narrativo un tanto errático.
La imagen, uno de los principales bastiones de Zinchenko en su ópera prima, termina soterrada bajo elementos que devoran cualquier atisbo de construcción de una atmósfera y cohesión a un mundo que, a juzgar por los fundamentos formales dispuestos —y encajados, como gran virtud, en esa composición escénica tan capaz de sembrar perplejidad como de crear en la mente del espectador un ideario sólido y enriquecedor—, debería manifestarse como piedra angular de un ejercicio con mucho —y muy importante— que decir. Un ejercicio cuya voz se difumina, pero muestra en Elixir los mimbres de un cine con inquietudes, cuanto menos, distintas: y no distintas por sustentar un alegato cercado por alegorías y una extraña y —en ocasiones— intrincada mitología, sino por poseer un lenguaje propio cuyo dominio, de producirse, podría otorgar al ruso los cimientos necesarios para continuar incidiendo en un cine tan valioso como indispensable.
Larga vida a la nueva carne.