Analizando la filmografía de Elena López Riera desde su peculiar cortometraje de ficción Más que a mi suerte (2008) se pueden trazar fácilmente unas líneas temáticas y discursivas que atraviesan sus trabajos posteriores. Primero su obsesión por las tradiciones, no tanto como la mitología que hay detrás sino por el mero hecho de la transmisión y la repetición de gestos, rituales y costumbres, que se comparten colectivamente a través de un acuerdo tácito y que permiten trascender lo cotidiano. En Pueblo (2015) realiza un contraste prácticamente irónico, mediante el montaje, entre las vivencias de su protagonista en un Jueves Santo mientras sale de fiesta y planos de los pasos de Semana Santa durante el transcurso de esa noche y la madrugada. Después, en Las vísceras (2016), documenta el sacrificio de un conejo y cómo lo despellejan ante los niños del lugar, tras jugar con el animal tan solo unos instantes antes. Aquí también se expresan otros de sus intereses, esas líneas artificiales, construidas culturalmente, que nos separan de la naturaleza: la fauna y flora a la que pertenecemos, de las que nos distanciamos racionalmente pero con las que mantenemos una íntima y profunda relación, que vinculan inequívocamente nuestra civilización y forma de vida moderna con lo ancestral.
Estas ideas juegan un papel fundamental en la concepción de las imágenes de Los que desean (2018), donde la cineasta de Orihuela utiliza de base una competición de palomos y sus arbitrarias reglas para reflexionar sobre el esencialismo que envuelven y justifican las normas sociales. Con su habilidad para extraer planos casi fuera de contexto, buscando las miradas de los hombres que entrenan a sus pichones para ganar el premio, el proceso de pintado de sus plumas, las instrucciones de la organización amplificadas con megafonía, la espera, las conversaciones cotidianas… López Riera configura el microuniverso que centra su metraje y lo vuelve una abstracción del mundo expresada con total depuración en la observación del vuelo de estos pájaros en aparente armonía y sincronía, como la supuesta manifestación de un mandato superior al que responden con sus movimientos. La directora también aporta su voz marcando una estructura episódica, con la lectura de algunas de las directrices oficiales que han de seguir los participantes. Unos puntos caprichosos y por momentos muy reveladores de la procedencia de la jerarquía ética y de poder que los ha establecido (por ejemplo, los palomos que persigan a otros machos o que los atraigan de manera recurrente quedarán expulsados del encuentro).
Se trata de un campeonato basado en el deseo, en el que los palomos son adiestrados desde que tienen su primer celo introduciendo una hembra en su jaula y no volviendo a tener contacto con ellas si no es dentro del mismo. El que más tiempo consiga la atención de una hembra, gana. Con esta mirada hacia el interior de este deporte, se produce un reflejo deliberado al exterior, que cuestiona el origen de sus procedimientos y reajusta su punto de vista hacia los hombres que enfrentan estas aves, que proyectan sus propios intereses en las dinámicas de sus pájaros, basados en estereotipos y legados culturales. La voz de la autora repasa al final los nombres de todos los entrenadores, replicando el recuento previo de los pintorescos apelativos que utilizan para referirse a los palomos. De esta forma, se infiere el verdadero sentido de este “deporte”, un espectáculo de exhibición de control del hombre sobre los elementos de la naturaleza —cuyo comportamiento se modela con unos objetivos concretos, domesticados para servir a los propietarios, que siguen unas leyes diseñadas para beneficiarse del resultado final sea cual sea—, que no es más que una expresión simbólica del orden patriarcal.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.