Elena, el largometraje, funciona como el mecanismo de un reloj: avanza sin sentimientos. La mirada de Zvyaguintsev se posa sobre la copa de un árbol ―con milagro incluido, pájaro en las ramas y el Sol desperezándose― y espera a que los ojos, como recién abiertos, empiecen a acomodarse a la luz del día y los objetos difusos se vuelvan corpóreos. Elena (Nadezdha Markina), el personaje, tampoco parece expresar nada, pero la circunstancia que la rodea convierte su silencio en una exclamación. Por suerte aquí se ahorran todos los diálogos explicativos, los habituales comentarios, casi siempre forzados, que definen un personaje o una situación, salvo, tal vez, aunque encaja con una discusión espontánea, el grito de Vladimir (Andrei Smirnov), marido de aquella: «¡No metas a mi hija en esto!». Inesperado exabrupto, cuando la cadencia hasta el momento había sido reposada, atestada de gestos cotidianos, memorizados, maquinales, una vaga somnolencia que no ocultaba tampoco la incomodidad que satura toda la película. Testimonio casual, el espectador se introduce en una trama doméstica, manejada primorosamente, que no tiene nada de extraordinaria y que define dos concepciones del mundo contrapuestas.
La narración es encadenada. Primero Elena, mujer de mediana edad, de condición humilde, andando, luego en tren, con el ‹leitmotiv› compuesto por Philip Glass, también con el compás de unas manecillas por cierto, saliendo de un paraíso burgués y descendiendo al extrarradio, donde vive su hijo de un matrimonio anterior, Serguéi (Aleksei Rozin), alcohólico, desocupado, desmañado, a un mundo donde parece que solo su nuera le rinde cierto respeto y el nieto no es consciente de que los problemas económicos de su familia le acusan directamente: tan mal estudiante, que el ejército es su mejor opción —y no valoraremos las implicaciones intelectuales y políticas de este tópico—. Después, Vladimir, hombre enriquecido, con apariencia de magnate arisco, en coche, mirando con desdén una fila de obreros, yendo no a enfrentarse a una vida deshecha, sino a un gimnasio, monumento del masoquismo del primer mundo, el sufrimiento físico de media hora que salva tantas conciencias como una oenegé. El contraste es igual de flagrante como la significación de aquel primer comentario a propósito de su hija, también de otra esposa: Katerina (Elena Lyadova) es probablemente tan inútil como Serguéi, pero cuenta con el favor de su padre, y Serguéi vive a expensas de las dádivas que su madre puede conseguir para él. El enfrentamiento entre los dos ambientes es irreconciliable a pesar del himeneo, contraído en edad avanzada: Vladimir no quiere hacerse cargo de hijastros y nietastros, por considerarles unos holgazanes, y hasta tal punto llega su celo por el dinero que no le ofrece ni una limosna para un taxi a Elena cuando quiere visitar a su familia; corta todos los vínculos, despreciándolos, como la raíz podrida de su dinastía, guardando aún maneras aristocráticas; Katerina, en cambio, recibirá todo su favor y su perdón, a despecho de una vida que se intuye disipada y caprichosa, y solo alguien poderoso puede permitirse el lujo de ser un nihilista a todo tren, como explicaba Chesterton. Puede hacerse efectivamente una lectura política de los tiempos de Putin: una clase rica que opera con nepotismo, desgajada de los sectores más pobres de la sociedad, flotando en su ático acondicionado precisamente para no verles, en sus urbanizaciones apartadas que ni siquiera son pequeñas comunidades, pues ahí, y es evidente, nadie se mira.
No obstante, también se plantea un conflicto intergeneracional que conduce a una paradoja. Si el menor de la familia, un bebé, no puede valerse por sí mismo, aún con los miembros de su cuerpo tiernos y débiles, limitación puramente física; si el nieto, Sasha, es un quídam, un pandillero y un zote; si el hijo, Serguéi, es un alcohólico informe que se pasa el día fumando y mirando desde el balcón su miseria; si ella, Elena, tiene que cuidar de todos sin medios; y si para sostener un edificio con los cimientos carcomidos se debe recurrir a Vladimir, es que entonces todo se puede ir al traste, y nadie cumple exactamente con su deber, ni siquiera Elena, sacrificada, con la apariencia a veces de una santa, a la que poco le falta para que le pinten un icono de no ser porque su desgracia es tan corriente que acabaría habiendo más patronas que fieles. Todos han escamoteado su lugar en el mundo así que, obviamente, les acecha la catástrofe.
Zvyagintsev, que sabe mostrar sin ser prolijo —que se lo cuenten a Aristarain—, acusa, sin embargo, un defecto: es incapaz de cerrar bien sus tramas; pierde la paciencia en un instante. El ritmo remansado con el que avanzan sus películas exige un detonante. Ya en El destierro (2007) fue el hablar metafórico, y ni siquiera era una buena metáfora, de uno de sus personajes lo que precipitaba los acontecimientos. La más redonda de sus obras, El regreso (2003), concluye con un volantazo, y eso que de las tres, es la que menos lo pedía. En Elena ocurre algo similar, y de no ser porque puede verse la película con indulgencia, porque tampoco hay que valorarla con los criterios de otro género —y no se dirá cuál, obviamente, para no destripar el contenido más de la cuenta—, aunque por lo demás la hubieran hecho más completa; si, en fin, se tuvieran en cuenta otros criterios que no sean los de ponderar la crispación contenida entre ambos universos, no resistiría un análisis más profundo. Se fuerza demasiado lo que va a ocurrir y es mejor que uno no se haga preguntas.
Es inevitable imaginarse la obra del director como un tríptico, a estas alturas. El regreso, también encerrando una violencia implícita como en su trabajo más reciente, de alma quijotesca, mucho más sugerente que otras obras actuales, sin los aspavientos de, por ejemplo, Tideland (Terry Gilliam, 2005), aborda la infancia, una búsqueda a veces amparada en ausencias, la manera en que afloran las supersticiones y los mitos —en el sentido más positivo, precisamente porque aquí también hay visiones rayanas en el milagro, como el bosque de la isla incendiado por una luz repentina, un guiño del Sol—, que dan una imagen humana del mundo, un sentimiento de comprensión que los dos hermanos anhelan. El destierro versa sobre conflictos conyugales, la desesperada medida de una pareja que ya se ha roto, que, como un cuerpo enfermo, alberga el virus de la duda, y que el aislamiento se antoja como la única posibilidad de anular cualquier contacto con los vectores de la enfermedad: la medida, en cierto modo un tabú conciliador, el exilio, es un subterfugio puramente geográfico. En fin, Elena limita con la muerte, tras las dos edades anteriores; un matrimonio mayor, una historia familiar que acumula todas las generaciones a sus espaldas, una existencia que podría concluir, tras los enigmas de cuando fueron niños y las decepciones de cuando fueron padres, con el fracaso de sus vidas y la inquietud que provoca el mundo.