Hasta hace pocos meses el nombre de Heinosuke Gosho era un fonema absolutamente desconocido para una amplia mayoría de los cinéfilos occidentales, siendo uno de esos nombres japoneses de difícil ubicación tanto por la escasez de películas dirigidas por este maestro del cine oriental disponibles para ser visualizadas en canales de distribución masivos como por el carácter oculto que sigue ostentando el cine japonés clásico, a pesar de los esfuerzos de los aficionados a este tipo de cine por difundir las grandes obras erigidas en el país asiático. Sin embargo, poco a poco, el mágico y personal universo de este sensei del séptimo arte va saliendo a la luz, sobre todo sus grandes obras, dando muestras por tanto de ese intimista estilo de narración que caracteriza las películas que he tenido la suerte de poder contemplar de esta rara avis del cine japonés, poseedor de un talante que se aleja del ancestral melodrama nipón al que se adscriben nombres de la talla de Mikio Naruse o Kenji Mizoguchi, para tomar pues un camino que dista radicalmente de la filosofía de su país para aproximarse espiritualmente al universo del melodrama europeo y anglosajón con el que Gosho comparte esa visión recargada propia de los sainetes de origen europeo que triunfaron en el Hollywood de los cincuenta gracias a las aportaciones de europeos aterrizados en los EEUU tras el estallido de la II Guerra Mundial como pueden ser William Dieterle o Douglas Sirk.
En este sentido, Elegía constituye una de las películas más singulares y propias de este genio japonés, y por tanto un perfecto ejemplo con el que iniciarse en las complejas historias emanadas de la mente de un director que ocupa por méritos propios un lugar privilegiado en el imaginario cinematográfico nipón. Se entiende por elegía un poema que hace descansar su razón de ser en el lamento de una pérdida: de la ilusión por vivir, de un ser querido, de una tierra de la que se ha sido desterrado, etc. Este concepto de pérdida es sin duda el esqueleto sustancial que dio lugar a la definición moderna del género melodramático, si bien es cierto que no todos los melodramas hacen descansar su trama principal alrededor de esa noción, pues ésta es al final vencida por el encuentro amoroso de los protagonistas, lo cual desvirtúa en cierto sentido el carácter trágico y pesimista que poseen los mejores melodramas de la historia del cine. La Elegía de Gosho pivota desde un punto de vista místico en torno a este concepto de pérdida tomando distintos frentes dentro del mismo. Por un lado la cinta arranca con la voz en off de la protagonista del film, la rebelde Reiko (interpretada por la Narusiana Yoshiko Kuga que en esta película ofrece una de sus mejores interpretaciones), una joven huérfana de madre que vive apartada de la civilización junto a su ocupado padre (un veterano arquitecto jefe de sección de una importante empresa de ingeniería) y su tierna abuela. Reiko ha perdido la figura de su madre, lo que ha provocado que su carácter e incluso su forma de vestir sea bastante arisca y varonil, incitando pues su pretendida soltería de cariño masculino. Igualmente, un accidente causó a la joven una pequeña parálisis en su brazo, perdiendo así esa movilidad, alegría y confianza en su capacidad de seducción mostrado por las mujeres de su generación que luchan por encontrar un marido rico y atractivo.
Sin embargo, la soledad buscada por Reiko claudicará una mañana en la que el perro de un retraído y desvalido hombre llamado Katsuragi la muerde accidentalmente la mano. Del encuentro entre estas dos almas atormentadas surtirá una instantánea atracción mutua, de manera que Reiko comenzará a investigar como es la vida familiar del enigmático Katsuragi. Así, descubrirá que éste es un arquitecto que trabaja en el mismo edificio que su padre y se halla infelizmente casado con la bella Akiko, una mujer adúltera que mantiene una relación amorosa con un joven estudiante de medicina a espaldas de su marido. A pesar del profundo amor que Katsuragi siente hacia su esposa y su pequeña hija, parece que la pasión amorosa y sexual se ha perdido con el paso del tiempo. De este modo, tras varios encuentros furtivos provocados por la caprichosa Reiko, ésta y el triste arquitecto comenzarán una relación amorosa apoyada en el ardor sexual que ambos personajes mantuvieron latente durante muchos años ante la falta de amor existente en sus vidas. Empero al nacimiento de un incipiente amor, la partida de Katsuragi hacia Sapporo para cumplir un trabajo que le han encomendado, inducirá a que Reiko sustituya la estampa de su nuevo amor, entrometiéndose en la relación clandestina sostenida entre la esposa de su amante y su joven compañero. Por tanto, Reiko penetrará en la casa de Akiko convirtiéndose gracias a la confianza depositada en su persona por parte de la adúltera mujer del arquitecto en una persona muy especial que sustituirá de forma progresiva el cariño aportado por su joven galán. Así una extraña atracción surgirá entre ambas mujeres, hábilmente reflejada por Gosho a través de una sibilina metáfora que da a entender la existencia de algún contacto lésbico no mostrado explícitamente en la narración de la cinta, hecho que inducirá a la pérdida de pasión inicial manifestada por Reiko y Katsuragi. De esta manera, el temple desequilibrado y ambiguo de Reiko hará caer en un peligroso juego de amor y pasión a las dos inocentes víctimas que por azar cruzaron sus destinos con su excéntrico carácter.
Por ello, de nuevo la pérdida traerá consigo funestas consecuencias, en el momento en que Katsuragi descubre la extraña estratagema diseñada por Reiko para penetrar en su vida familiar, lo que conllevará trágicos resultados en el instante en que Akiko advierta que entre su marido y Reiko hubo más que una amistad en el pasado y en el presente. Ello revelará la pérdida del ser más querido tanto por Katsuragi como por Reiko lo que alejará definitivamente a ambas almas solitarias de la felicidad buscada, viéndose ambos abocados a una existencia dominada por el vacío y el tormento.
Es por tanto la pérdida en su sentido más amplio, el paradigma que hace brotar y fluir una historia de marcado contenido depresivo en la que apenas existen huecos para el oxígeno vital. Gosho apostó por crear una atmósfera eminentemente lúgubre y catastrófica gracias a unas interpretaciones muy emocionantes del trío protagonista cuyos rostros y gestos no dejan duda del carácter melancólico y taciturno que ostenta la trama ideada por el director de La posada de Osaka. Quizás en el debe del film podamos reseñar un cierto carácter fantasioso e irreal de modo que algunas situaciones descritas en la cinta son difícilmente trasladables al mundo real, hecho que puede inducir cierta desafección en aquellos espectadores que encuentren en las narraciones más apegadas al realismo de serie el punto esencial con el que deleitarse con el arte cinematográfico. La narración empleada por Gosho es muy sosegada, sin prisas por mostrar los diferentes acontecimientos que van sucediendo en el trayecto que esboza la trama, lo que puede provocar que en ciertos momentos el público pueda percibir un cierto atasco en el fluir mecánico de la historia. De este modo, las numerosas elipsis planteadas por el sensei nipón ayudarán a desatascar el relato en aquellos intervalos en los que el guión parece tropezar en confusos enredos amorosos.
Pero estos ínfimos defectos son suplidos por una puesta en escena profundamente hipnótica esgrimida por un Gosho en estado de gracia. Las estilizadas tomas en grúa que acompañan en su pasear a los personajes a través de escarpados caminos situados en medio de profundos montes, los planos fijos que centran su mirada en un horizonte gris plagado de nubes mientras que los apenados héroes retratados por el japonés deambulan por un rectilíneo camino que parece no tener fin, los elegantes movimientos de cámara que captan como nadie el vacío existencial que apresa al trío protagonista son una seña de identidad demasiado potente que arrasa por tanto con cualquier falla que pueda obstaculizar la magistral esencia que brota de un film intensamente intimista y que evoca directamente al cosmos insoslayable de un maestro del melodrama universal. Otro de los puntos fuertes que marcan la diferencia de Gosho con otros autores es sin duda la instantánea efectuada de cada personaje, plasmada con una descripción pormenorizada del temple psicológico de cada una de las figuras fotografiadas por el genio japonés. Por tanto Elegía, emerge como una pieza imprescindible en la filmografía de Gosho, siendo pues una obra que permite delimitar el trazo de autor de uno de los cineastas japoneses más apegados a la forma de narración clásica occidental.
Todo modo de amor al cine.