Elaha arranca con su protagonista, la joven que da título al film, ejecutando una ruptura de la cuarta pared que casi contrapone el tono de todo lo que vendrá después: un relato envuelto por un marcado realismo que nos hace devolver la mirada a dicho recurso para intentar comprender cuáles son las intenciones de la cineasta debutante Milena Aboyan, que parece conocer a la perfección el terreno que retrata. Es así como se pone sobre el tapete y se cuestiona la disposición de un mecanismo que cada vez está más presente en el cine de autor, en ocasiones buscando interpelar a un espectador ajeno a muchas de las realidades que se palpan en pantalla, y que las veces termina por invocar un efectismo que produce precisamente el efecto contrario al deseado. Puede que esos sean los motivos de la realizadora de origen armenio, o que en su lugar ese plano, que se repetirá más adelante en un momento muy concreto y para nada arbitrario, busque propagarse como un penetrante (y urgente) clamor tanteando algo todavía mayor, como encontrando en las miradas ajenas un refugio que en realidad pocas veces se llega a reflejar a lo largo del relato.
Milena Aboyan traslada toda esa desazón que percibimos a través del periplo de la protagonista reproduciendo un ambiente restrictivo que termina por ser controlador —un hecho que se sustrae ya de una de las primeras conversaciones de Elaha con sus amigas—, restringiendo así una libertad cuyos impedimentos se extienden más allá de los permisos o privaciones que una joven de su edad pueda encontrar, evitando que puedan llegar a ser las mujeres que aspiran a ser. El film reproduce con ello los estigmas de una sociedad mecida por los prejuicios y el orgullo, desplegando una incomodidad que se filtra en todo tipo de situaciones, tanto las más cotidianas como aquellas que presuntamente podrían otorgar una nueva concepción al recorrido de la protagonista, haciendo así de su día a día un cúmulo de contradicciones que van infestando el recoveco más íntimo hasta transformar aquello que se debería entender como un período vital en un tan angosto como doloroso pasadizo que va quebrando poco a poco la identidad y el proceso de cambio en un marco donde la importancia de desarrollar una conciencia propia no debería quedar supeditado a las directrices de ningún credo o religión, sino de la experiencia.
Elaha se desarrolla en ese marco como un film comprometido, tanto ante aquello que expone y denuncia, como con la consideración y respeto ante una etapa como la que vive la protagonista. La cineasta alemana traza el dispositivo formal del film mediante un formato que aprisiona y encierra a su protagonista, huyendo de la ostentación, pero también de ese gris y plomizo aspecto visual que dibuja las veces el cine social ante crónicas como la que nos entrega Aboyan; en ese sentido, estamos ante una cinta que habla sin tapujos, planteando una dicotomía tan particular como la que vive Elaha —a la que otorga los matices y fuerza necesarios la casi primeriza actriz Bayan Layla—, y manifestando a través de esta una indefensión que revela con claridad la coyuntura en la que se encuentra, ofreciendo así las capas pertinentes a una realidad que se explicita hasta un punto donde las señales o gestos dejan de tener significado: y es que hay contextos en los que poco sirve enmascarar aquello que debe ser expuesto y tratado con una urgencia que, al fin y al cabo, no se comprendería del mismo modo sin esa ruptura de la cuarta pared y esa mirada que, sin necesidad de dialéctica de ningún tipo, dice más que cualquier palabra.
Larga vida a la nueva carne.