En Posetitel muzeya, Konstantin Lopushanski, intenta seguir los pasos de su maestro, Andrei Tarkovski, recogiendo el testigo de su Stalker (1979), sustrayendo la poesía característica del “escultor del tiempo” y poniendo énfasis en la aglomeración visual.
En un mundo, se podría afirmar, post-apocalíptico, seguimos el viaje y búsqueda de un hombre obsesionado con un Museo perdido en el mar, al cual solo se puede acceder en embarcación y poseyendo un coraje y voluntad anormales. Pues en ese extraño Museo habitan los “degenerados” —que no son más que una visión fatalista y algo loca de los “pobres de espíritu” mencionados en la Biblia—, seres humanos con taras físicas que poseen una fe ancestral, ya olvidada por los habitantes del mundo quienes predican, en contra de cualquier metafísica, una doctrina racionalista y científica. A partir de un misterio que, además de proponerse en lo narrativo, se palpa también en la imagen —el uso del color del que hace gala Lopushanski es algo abrumador—, podremos observar como la trama se va desfigurando poco a poco hasta quedar casi privada de interés por razones varias.
Las ideas propuestas en el primer tercio del film brillan por su escasez de respuestas directas y por un aura de tristeza y miedo que culmina con el sueño del protagonista. Una escena poderosa donde el mar —motivo importantísimo y a la vez catastrófico— anuncia el fin de los días, mientras que él solo puede aferrarse inútilmente a la pared que lo sostiene. La locura hace mella en el Visitante y también en la película. Debido a un cambio en el paradigma y en el devenir de los hechos —normal, teniendo en cuenta lo que el hombre descubre en el Museo. Una nueva visión del ser humano y su espíritu que es demasiado fuerte— la naturaleza de la narración obliga al cineasta a ofrecer respuestas y a atar cabos. Y de manera, a veces histérica, a veces histriónica, las escenas se van volviendo menos interesantes y más descabelladas —por falta de bagaje filosófico o por ausencia de dominio en la transmisión de sus ideas— y la potencia inicial que podían tener, por ejemplo, las ventanas en llamas o el anciano que desea saber su fortuna por medio de las Sagradas Escrituras; se tornan llanas anécdotas para dar paso a un nivel superior de abstracción, resuelto vagamente con un símil mesiánico.
La premisa de la que nace El visitante del museo bebe del clásico enfrentamiento filosófico entre materialismo e idealismo, aportando algún que otro dato bíblico [1] y optando por un trasfondo puramente trascendental. Pero, por desgracia, la manera de ejecutar las ideas y su posterior desarrollo terminan por dejar la obra en un mero objeto de interés. Algunas imágenes quedarán en la memoria, pero para reconducirla inevitablemente a lo que podría haber sido y no fue. Un claro “quiero y no puedo” [2] por parte del director de la gran Cartas de un hombre muerto (Pisma myortvogo cheloveka, 1986).
Notas:
[1] Cornitios 3: 18-19: Nadie se engañe a sí mismo; si alguno entre vosotros se cree sabio en este siglo, hágase ignorante, para que llegue a sabio. Porque la sabiduría de este mundo es insensatez para con Dios; pues escrito está: Él prende a los sabios en astucia de ellos.
[2] El mismo problema sucede en títulos como Na srebrnym globie (On the Silver Globe) (1987) de Andrzej Zulawski o Trudno byt’ bogom (Hard to be a God) (2013) de Aleksey German. Donde la estética le gana a las aspiraciones elevadas y todo acaba siendo bastante caótico.